Cuando el día sale nublado acostumbro a quedarme en casa
leyendo. Hace unos días encontré en el fondo de un cajón un viejo suplemento de
El País, ¿de los 80? No sé. El caso
es que en su interior había una plana escrita por el ya fallecido Joseph-Vicent Marqués, que fuese profesor de Sociología en la Facultad de Ciencias
Económicas de la
Universidad de Valencia. Aquel artículo se titulaba “El suicidio no es una ciencia exacta”. Lo
leí, lo releí y me quedé con un párrafo: “Y más grave todavía es lo que suele
ocurrirles a los suicidas de cierta fama o reputación, tales como escritores,
políticos o artistas. Las necrológicas son redactadas por sus peores enemigos o
por sus amigos más tontos, constituyendo penosos monumentos a la incomprensión
y la estulticia. El entierro se ve plagado de gilipollas desconocidos que
fingen haber tenido gran amistad con el finado. Mediocres oportunistas hacen
tesis y monografías sobre su obra, vida y milagros del suicida. Gordos
empresarios afirman haberles dado una oportunidad o haberles votado en las
elecciones con la boca llena de pudding de
cabracho. Y el ayuntamiento, en un acto de soberano menosprecio, rotula en su
honor una calle estrecha y sin árboles, torcida, sin gracia y llenas de caca de
perro…”. Aunque no se suicidaron, a Adolfo
Suárez le dedicaron, como si fuese su puente de plata, el Aeropuerto de
Barajas y a José Antonio Labordeta,
el Parque Grande de Zaragoza, para que tuviese un parque en la mochila, etcétera.
Pero al aeropuerto madrileño le siguen llamando “Barajas”; y al parque
zaragozano, “Parque Grande”, pese a haber estado dedicado desde los años 20 al
dictador Primo de Rivera. Nada ha
cambiado en la ciudadanía en el modo de llamar a las cosas. Sólo cambian de
nombre las estaciones de ferrocarril el día que las sitúan en otro sitio. Así,
la vieja Estación de Campo Sepulcro,
que inicialmente había sido propiedad de MZA,
desapareció al dar paso a otra, la
Estación de Zaragoza-El Portillo, que con
rimbombante placa inauguró Gonzalo
Fernández de la Mora
siendo ministro de Obras Públicas a
principios de los 70. Y con la llegada de los trenes de alta velocidad se
levantó otra estación más moderna y más alejada del centro de la ciudad (en los
terrenos ocupados por la antigua Estación de Caminreal, inaugurada en 1932) que
pasó a llamarse Estación de “Zaragoza-Delicias. Es una estación grandota y
desangelada como un hangar donde, además de esperar la llegada del tren, se
puede pillar una pulmonía; y donde, inexplicablemente, no se permite que los acompañantes
puedan permanecer en los andenes despidiendo al viajero. En eso hemos perdido
humanidad, no cabe duda.
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