Me entero de que la
RAE va a cambiar en el Diccionario
de la Lengua
una de las acepciones de “gitano” equivalente a “trapacero”, al considerar que
ese término es “ofensivo y discriminatorio”. Pues nada, búsquese una definición
más correcta y respetuosa. También para la acepción de payo, referido a
campesino ignorante, o rústico; para la de judío, referido a avaro que presta
con usura; para galopillo, referido al pinche de cocina pícaro y bribón; para carretero,
en su acepción de fullero que blasfema; para murciano, referido a aquel murcia,
etcétera. Este es un país donde al portero se le llama conserje; a la criada,
empleada de hogar; a los aparejadores, arquitectos técnicos; a los practicantes, ayudantes técnicos
sanitarios; monarcas al rey y a su consorte, cuando monarca sólo es el sujeto
proclamado en el Congreso de los Diputados; etcétera. No pasa día sin que
salude y estreche la mano a alguien que se tiene por escritor por el mero hecho
de haber llevado unas páginas a una imprenta para hacerse con un librito que
nadie leerá. Pero no importa. Lo que interesa es que tenga un número de ISBN,
siglas de International Standard Book
Number, para poder enviar una copia a CEDRO y ver si cae al algo por
derechos de autor. O para estar presente en la Feria del Libro de su ciudad esperando a que
algún despistado se acerque al mostrador de la garita y lo adquiera con
dedicación incluida. Algunos conocidos ya tienen hasta 40 cuadernillos
autopublicados sobre los temas más peregrinos. Y si te encuentran por la calle
a alguno de esos autores, que normalmente pertenecen a una asociación de
escritores local, te intenta dedicar de puño y letra alguna de una de sus
publicaciones más recientes, normalmente poemarios, ya que siempre suelen
llevar encima diez o doce ejemplares como el que viene de comprar el pan. Y
cuando termina de dedicártelo, le das las gracias. Pero cuando ya cuando te
despides, el autor, muy digno él, te
indica que debes pagárselo, a fin de intentar amortizar la costosa edición. Le pagas 8 ó 10 euros, te despides de él y te
llevas el cuadernillo de poemas a casa con cara de jilipollas. Un día, cuando
haces limpieza de polvo en las estanterías, descubres que guardas una cincuentena
de cuadernillos de ripios de los más diversos autores, eso sí, todos dedicados
al amigo José Ramón con firmas
estrafalarias, como salidas de la mano del pobre Akaki Akakiévich, el escribano del cuento “El abrigo”, de Nicolai
Gógol.
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