Leo en la prensa aragonesa que la Guardia Civil procedió a
interceptar el pasado 25 de octubre un vehículo a las afueras de Zaragoza con
800 kilos de rebollones, a los que se consideró no aptos para el consumo por
diversas razones: carecer de trazabilidad, identificación, registro,
documentación de acompañamiento, no encontrase el producto envasados en cajas
de un único uso, de carecer de un etiquetado que no contenía lugar de
producción, etcétera. El conductor del vehículo señaló a los agentes que
los
rebollones habían sido adquiridos en Perpiñán, que procedían de
una empresa radicada en Rumanía y que los transportaba hasta su empresa ubicada
en la provincia de Burgos para su venta al detall. Vamos, un galimatías. Estoy
seguro que esos rebollones hubiesen alcanzado un precio final alto, si se tiene
en cuenta la falta de lluvia en España y el consiguiente mal año para los
buscadores de setas. A mi entender, es importante que la Guardia Civil persiga aquellos
comestibles que se transportan de un lado para el otro sin ningún tipo de
seguridad para el ciudadano que los adquiere. Pero tan importante con eso sería
que la Guardia Civil
pasarse por las tiendas de alimentación y comprobase albaranes de procedencia
de los géneros que allí se ofertan. Y estoy pensando, por ejemplo, en la venta
de caracoles. Con las cosas de comer no se juega. Recuerden la intoxicación
masiva los daños producidos por productores de aceite de colza desnaturalizado
y por los garrafistas que lo vendían en mercadillos ambulantes, e incluso lo
transportaban casa por casa. Aquel fue uno de los mayores casos de
envenenamientos masivos por un desmedido afán de lucro que afectó a unos 25.000
ciudadanos en 20 provincias durante la primavera de 1981, de los que murieron
alrededor de 1.100. Jesús Sancho Rof, ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social
en el Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo,
recuerdo que le llamó “neumonía atípica”
y “síndrome
tóxico”. Y dijo de ese síndrome tres semanas después de la primera víctima,
que estaba “producido por un bichito que es
menos grave que la gripe, del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos
falta el segundo. Es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”. Podría
citar otros casos, muchos de ellos relacionados con el metanol. Pero, bueno,
hoy la Iglesia Católica
conmemora el Día de los Fieles Difuntos y aquí paz y luego gloria. También hubo
desgracias de trenes, derrumbe de presas de pantanos y descalabros por pisar
cáscaras de plátano o la pastilla de jabón en la bañera. De ello supieron mucho
los de mi generación por el TBO. Pero
la desgracia de Ribadelago (Riballagu en sanabrés) no sé
a quién pudo ser atribuible. Supongo que al peón encargado de cerrar las compuertas,
o a un señor que pasaba por ahí buscando finas hierbas y silbando “Nunca llueve al sur de California”. Lo
de los trenes siempre estuvo claro: la culpa, del maquinista. Era la forma más
cómoda de quitarse responsabilidades de encima, sobre todo si éste había muerto
en el accidente.
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