martes, 21 de noviembre de 2017

La náusea sartreana





Cuenta Burgos en ABC que el brasero bajo la mesa camilla era la calefacción central de los pobres. Lo que no señala, tampoco tiene por qué, es la cantidad de personas que murieron por culpa del tufo que producía la mala combustión del cisco. Hoy la calefacción de los pobres es la cantina de barrio, de la que han hecho su cuarto de estar. El cliente ya no es ese actor que pide, toma, paga y se marcha, sino uno más de la familia del cantinero. Se saben todo el uno del otro y el cliente no tiene ni que decir qué desea tomar. El cantinero ya lo intuye y se lo sirve con parsimonia y sin abrir la boca. Es lo que tiene la rutina, que se desarrolla de manera automática y sin necesidad de implicar el razonamiento. Con la rutina se ahorra tiempo y se minimizan los imprevistos. El cantinero es consciente de que ese cliente presa del hastío nunca escribirá en la hoja de reclamaciones, admite el tuteo y se conforma con el canal de televisión que manda señales que nadie ve. El cliente puede estarse horas mirando en la pantalla algo que no le interesa, da igual que sea anuncios de detergentes o coches que las costumbres del ornitorrinco, sentado en un taburete incómodo, trasegando un vinagrillo infame y horadando sus encías con un palillo buscando entre los dientes algún resto de oliva del platillo que le añadió el cantinero de propina con la primera consumición. Sólo sale al exterior a fumar un cigarro, pero no se aleja mucho de la puerta. Es como un centinela alerta y mira a los pocos parroquianos que entran y salen como el que ve llover. Observa el mundo absorto desde otro horizonte con la perspectiva de la oveja modorra, con  la creatividad colapsada del mundo sin sentido de Antoine Roquentin en La náusea sartreana.

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