Cuenta Burgos en ABC que el brasero bajo la mesa camilla
era la calefacción central de los pobres. Lo que no señala, tampoco tiene por
qué, es la cantidad de personas que murieron por culpa del tufo que producía la
mala combustión del cisco. Hoy la calefacción de los pobres es la cantina de
barrio, de la que han hecho su cuarto de estar. El cliente ya no es ese actor que
pide, toma, paga y se marcha, sino uno más de la familia del cantinero. Se saben
todo el uno del otro y el cliente no tiene ni que decir qué desea tomar. El
cantinero ya lo intuye y se lo sirve con parsimonia y sin abrir la boca. Es lo
que tiene la rutina, que se desarrolla de manera automática y sin necesidad de
implicar el razonamiento. Con la rutina se ahorra tiempo y se minimizan los
imprevistos. El cantinero es consciente de que ese cliente presa del hastío nunca
escribirá en la hoja de reclamaciones, admite el tuteo y se conforma con el
canal de televisión que manda señales que nadie ve. El cliente puede estarse
horas mirando en la pantalla algo que no le interesa, da igual que sea anuncios
de detergentes o coches que las costumbres del ornitorrinco, sentado en un
taburete incómodo, trasegando un vinagrillo infame y horadando sus encías con
un palillo buscando entre los dientes algún resto de oliva del platillo que le
añadió el cantinero de propina con la primera consumición. Sólo sale al
exterior a fumar un cigarro, pero no se aleja mucho de la puerta. Es como un
centinela alerta y mira a los pocos parroquianos que entran y salen como el que
ve llover. Observa el mundo absorto desde otro horizonte con la perspectiva de
la oveja modorra, con la creatividad
colapsada del mundo sin sentido de Antoine
Roquentin en La náusea sartreana.
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