Decía Julio Camba
que existen dos clases de libros: “unos que se leen y que, por regla general,
no se conservan, y otros que, si se conservan, es precisamente porque nadie ha
sido capaz de leerlos todavía”. Es lo que yo defino como libros anestésicos. Lo
malo es cuando ese escritor que aburre a las ovejas decide escribir sus obras
completas y un día, sin venir a cuento, aparece a media tarde por casa con el
deseo de saludarme, que es una forma de ir por atún y ver al duque. Tomamos una
copa, charlamos de lo primero que se nos ocurre y, en un momento dado, me
informa de que me guarda sus obras
completas, que las tiene en el coche y que están a punto de agotarse en las
librerías. Dice que me hará un precio especial de amigo. Entonces decido
invitarle a otra copa por ver si se olvida de entregármelas. Pero no. Él
escritor anestésico marcha un momento hasta el aparcamiento donde está su
utilitario y saca un paquetón tremendo. Vuelvo a abrirle la puerta y me lo
entrega como si fuese un recadero de Amazon.
Me indica que, si lo deseo, puede dedicármelos pero que eso llevará un rato.
Pero yo, al que me da igual su dedicatoria, estoy más pendiente de saber en qué
repisa caben que en ver su autógrafo sobre cada uno de sus libros.
Definitivamente, llego a la conclusión de que no tengo sitio disponible aún
quitando los Episodios Nacionales de don Benito Pérez Galdós, la colección
de Folia Humanística (edición Biohorm para los señores médicos) que
esos laboratorios regalaron a mi padre, médico de profesión, durante algunos
años y la Obra Completa, de Víctor Pradera (Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1945) con conatos de discursos en las Cortes tomados del Diario de Sesiones de la Asamblea Nacional
en 1929, que son un coñazo insufrible, eso sí, con prólogo de Franco. A Víctor Pradera y Larumbre, cofundador con Calvo Sotelo del Bloque Nacional, lo fusilaron en San Sebastián el 4 de septiembre de 1936 junto a
su hijo Javier, los dos hermanos Balmaseda, el comandante Velasco, el ex ministro de la República Diego
Jalón, Juan Lizárraga y Melchor Lacabe, Franco le concedió el Condado
de Pradera el 18 de julio de 1949
a título póstumo. Al final, decido que su hato de libros
los deje en el pasillo, cerca del paragüero. Estoy convencido de que existen
escritores que escriben aún a sabiendas de que nadie les va a leer. Pero ellos
insisten en que los leas. Son tipos raros que, también como decía Camba, “no
consideran que la literatura sea el medio de decir las cosas, sino la manera de
adornarlas una vez dichas. Primero se exponen los conceptos o se reflejan las
sensaciones y, luego, se les espolvorea de literatura, así como una cocinera
espolvorea de azúcar un plato de arroz con leche”.
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