Llevo ya días con llamadas telefónicas donde una voz de mujer me indica que desea darme presupuesto
gratuito para animarme a cambiar la bañera y sustituirla por una pequeña cabina
con muchos chorros de agua, eso que ahora llaman hidromasaje. De nada sirve que
le diga que me gusta tener bañera. Pero a los pocos días, cuando creo que el
asunto ha quedado zanjado, vuelven a la carga desde el otro lado de la línea
para hacerme la misma proposición. Algo parecido me sucede con otras llamadas,
casi siempre mientras echo una corta cabezada después de comer, Es entonces
cuando alguien con acento sudamericano,
tuteándome como si nos conociéramos de toda la vida, me propone cambiar de
compañía de telecomunicación para poder disponer de un internet más rápido y
con más gigas que estrellas hay en la galaxia de Andrómeda. Otras veces suena
el teléfono y nadie habla al otro lado de la línea. Sencillamente cuelgan. No
acabo de entenderlo. El caso es que nadie llama al timbre en un intento casi
siempre vano de vender una enciclopedia, una biblia o un curso por
correspondencia. Ahora el vendedor entra en las casas ajenas por medio de la
telefonía como por ósmosis. Es como un nuevo virus contra el que no hay forma
humana de poder defenderse con vacunas, mascarillas y lavándose mucho las
manos. Para colmo, a la cartera le ha dado por llamar a mi timbre todas las
mañanas para que le abra la puerta de la calle y poder proceder al buzoneo.
Pero, entre todo ello, lo que peor llevo es que alguien me anime para que me
desprenda de mi vieja bañera, algo que siempre estuvo presente en casa de mis abuelos
y de mis padres de la misma manera que estuvo el bidé, la calefacción, el
teléfono negro colgado en la pared, la mesa camilla para merendar en la
atardecida, los “Episodios Nacionales” de
Galdós, algunas novelas del Alberto Insúa, una vieja máquina de
liar pitillos, el taco de calendario, una radio de válvulas para escuchar el “parte”
y el último número del diario ABC “verdadero”,
como diría Luis María Anson, cuando su apellido
llevaba acento en la “o”, que era como una lámpara de techo que alumbraba el
cuarto de estar de sus ideas. La bañera llenó muchas viñetas del TBO, donde llegó a ser un tópico aquel tipo gafado que resbalaba
en la pastilla de jabón con el resultado de un tremendo chichón en el
colodrillo, algo que también ocurría en los dibujos de Estebita y Orbegozo en
el suplemento “Gente menuda” de la
revista “Blanco y Negro”, que leían en sus casas los niños que disponían de bañera, calefacción, agua caliente, rezaban al acostarse al Angel de la Guarda y hacían la primera comunión vestidos de marinerito blanco.No, la bañera no se quita. Seguro, oiga.
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