Francisco Gil, vendedor de bacalao
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Como ya nunca voy a la playa, intento
encontrar el sonido marino en una caracola que tengo sobre la silente vieja
radio de válvulas. Es tarea inútil, como
tratar de escuchar música rayando un disco con un alfiler de corbata. Recuerdo
cuando en infames tugurios existían las sinfonolas,
a las que había que echar dinero para que determinada canción se pusiera en
marcha. A mí me gustaba escuchar “Verde,
que te quiero verde”, por Manzanita,
que siempre ponía a su llegada a la barra y tras pedir una cerveza aquel
representante de bacalao que, cuando podía y el cliente no estaba muy
atento, le daba gato por liebre; es decir, fogonero por bacalao, que sabe
diferente y es mucho más barato. A aquel representante de bacalao, Francisco Gil, al que todos le llamaban Paco, también
echaba dinero por la ranura para poder
escuchar a Perlita de Huelva y a Marifé de Triana. Siempre invitaba a la
misma camarera a tomar algo, corpulenta, con ojeras, escote pronunciado, colgante
con una virgen y pendientes de azabache como los negros ojos de Platero, según dejó escrito Juan Ramón en Palos de Moguer devorado
por la melancolía. Paco gastaba gabardina de comando, chaqueta, corbata, pantalón de franela,
botines de chúpame la punta y tacones de bailarín, que le hacían dos
centímetros más alto. Paco, los días laborables recorría todos los mercadillos y tiendas de ultramarinos
del barrio en busca de pedidos, y llegada la noche le gustaba alternar en “El loro indecente”, que así se llamaba
el inmundo guariche. Y a la amiga de la barra, no recuerdo ahora si se llamaba Lucila, Paco le vomitaba encima su
soledad a tumba abierta. Ella, siempre comprensiva, le escuchaba sin pestañear,
y tras dar un sorbo corto a su copa de “Benjamín”,
le tomaba una mano y le miraba el sello de plata que portaba en uno de sus dedos
con las iniciales de su nombre y apellidos grabados, que compró en la sevillana
Joyería Orobriz (San Eloy, 37)
durante un viaje que hizo a principios
de los 70 a Andalucía en busca de trabajo. Tras mucho caminar de un lado a otro, le dieron faena en Ultramarinos Lucas (Puente y Pellón, 5), pero aquella prestación laboral le duró poco
tiempo. Al terminar el verano le despidieron, tomó el primer tren y regresó a Zaragoza, su punto
de partida. Lucila, creo que se llamaba Lucila, no me hagan mucho caso, tenía
mucho aguante con los clientes. A veces Paco se le echaba a llorar sin venir a cuento. Cuando
eso sucedía, Lucila le daba golpecitos en la espalda como si calmase a un jugador
que lo hubiese perdido todo en una timba de tahúres el día que se le volvió la
suerte de espaldas. Es escalofriante la breña que puede arraigar en la cabeza
de un hombre. Más tarde, ya más sosegado, Paco invitaba a Lucila a otra
botellita de cava por tenerla contenta, quizás en evitación de que a ella se
le sublevase la virtud moral de la mansedumbre, tan difícil de cultivar. Paco
era un sentimental de peso wélter y cuando se arrugaba por la falta de alicientes entraba en una profunda depresión.
Su alegría se evaporaba en ocasiones sin apenas darse cuenta, como le sucede al
vino cuando se estropea el corcho, al gorrión cuando le baja de la rama el perdigón de una carabina de aire comprimido, o la manera con la que merma el alcohol etílico guardado
en un frasco de botiquín.
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