lunes, 13 de marzo de 2023

Garito de melancólicos

 

Ayer contaba cuando Pepe Jarauta dio matarile a Venancio de Blas Andújar, alias Chorlito Capaz, en 1954 en la cárcel de Torrero. Todo ello lo tengo apuntado en mi Cuaderno de nostalgias. Para los españoles, la derogación de la pena de muerte contemplada en la Constitución de 1978 constituyó un hito sin precedentes en la historia de España, de la misma manera que, por ejemplo, para muchos venecianos la noticia más importante del siglo XX  fuera el derrumbamiento del campanile de San Marcos en 1902. Atrás quedaban los intentos decimonónicos de Nicolás Salmerón de suprimir la máxima pena. También el rancio Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid con el cuerpo yacente del último genocida español revestido con los atributos de su autoridad, por el que desfilaron muchos madrileños con rostros de huérfanos y un chute de síndrome de Dunkerque en vena, que se preguntaban entre el desconcierto y la consternación, ¿y ahora, qué?  El terrible caimán de colmillo ensangrentado que tanto sufrimiento había causado a media España, a aquella porción de la sociedad que sabía valorar la libertad en su justa medida, la no alienada ni aliada, se había marchado por la Barranquilla.  Pero los esqueletos de miles de ciudadanos permanecían silentes en las cunetas de las carreteras secundarias,  casi asomando y sin ningún atributo de autoridad a la vista, o en el fondo de pozos, cegados con cal viva, como lo sucedido en Caudé, lugar en el que resultó herido el periodista del The Times  Harold Kim Philby,  más tarde agente secreto. De él se cuentan historias rocambolescas. Entre ellas, que quiso asesinar a Franco en el  “Santiago Bernabeu” aprovechando una final de Copa. También siguen aflorando con cada barrancada los esqueletos en la Bartolina, en Calatayud. El barrio de Arrabal había crecido porque los zaragozanos habían perdido el miedo a pasar los puentes. Aquí, en la orilla izquierda del Ebro, había desaparecido la vieja Estación del Norte para la función  que había sido creada, o sea, para que los viajeros llevasen maletas por los andenes con prisas, siempre estresados y convencidos de que el silbido que se escuchaba era el de su tren, que lo perdían. Del mismo modo, los ediles municipales habían quitado las barandillas y los voladizos del Puente de Piedra y habían colocado unos muretes laterales y un cartel que decía: “Puente peatonal”. Pero el puente nunca se cerró al tráfico rodado. Se había convertido de la noche a la mañana en algo parecido a un pedazo de las murallas de Lugo con horrorosas farolas y circulación en su parte central. Todos suponían en este país que ya se vivía en Democracia por el  simple hecho de poder votar cada cuatro años a los representantes políticos. La gente del pueblo, cuya mayoría todavía añoraba los tiempos del dictador, entendía que la Constitución era  algo así como el sancta sanctórum de las nuevas reglas de juego, sin pararse a pensar que para que hubiera amplio consenso los Padres de la Patria habrían incluido dentro del  “lote” de aquellos nuevos “Principios sin el Movimiento”,  un caramelo envenenado; es decir, la confirmación rotunda de la continuidad del  Sucesor impuesta por Franco, convencido de haberlo dejado “todo atado y bien atado”, pero con un  lazo parecido al de Félix Lambán Ventura, que uso con acierto en veladas en el trinquete del Cinema Zaragoza, en la sala Jai Alai, en la plaza de toros de La Misericordia y en la Sala Price de Barcelona. A aquel lazo paralizante también le llamaron la corbata invertida. Félix Lambán actuó de extra en varios spaghetti western, e incluso su historia inspiró al escritor Félix Romeo la novela “A mad man with a gun. Thanks!”, en cuya trama comparte protagonismo con el futbolista Saturnino Arrúa y un policía inspirado en su padre. Anda, niño, mira para adelante, que vas a atropellar a ese señor de la boina.



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