jueves, 9 de marzo de 2023

Sabiduría popular


La sabiduría popular tiene sus raíces en la experiencia. A veces, las “recetas de la abuela”, sin saber a ciencia cierta por qué razón, obraron maravillas. Sobre todo si nos referimos a aquellas recetas culinarias tradicionales que los sansirolés, a los que se les clarea la raspa o están gordos como odres, entienden como “comida viejuna”. Será mejor, aunque yo entienda que no sea así, eso que llaman fast food, sin servicio de mesa, con productos procesados de baja calidad nutricional, elevado aporte calórico y escasas vitaminas. ¿Existe algo superior a las lentejas con chorizo, al cocido madrileño, a los contundentes huevos fritos con unas ronchas de jamón y unos pimientos, o a la leche frita? El recopilatorio de esa sabiduría popular puede trasladarse a los más diversos ámbitos, también el de la salud: cortar la diarrea, aliviar la nefritis a base de cebolla, curar orzuelos, frenar ataques de hipo, etcétera. De entre todos aquellos “milagros” que todavía se aplican en diversas zonas rurales hay uno que nunca terminé de entender, pero que tiene su explicación. Me refiero al hecho de por qué muchas amas de casa ponían la colada a secar al raso y sobre un manto de hierba en las noches de luna llena. Sostenían que quedaban más blancas. El motivo era que con luz de luna todo estaba más iluminado, lo que daba lugar a mayor concentración de gotas de rocío impregnando la ropa, y que entre los componentes de esas gotas dimunutas existía un producto oxidante parecido al utilizado en el jabón de tajo (que se hacía en todas las casa) cuando se frotaba sobre una tabla rugosa; y que, al fijarse sobre las telas les proporcionaba un blanco más intenso. Todas la amas de casa de la posguerra fueron conocedoras del poder de saponificación de aquel producto que transformaba la estructura de la materia: agua y sosa caustica puestas a hervir y removidas hasta espesar. Más tarde, aquel bloque se cortaba con un alambre para conseguir piezas más pequeñas. Nunca se hacía con un cuchillo, ya que el desperdicio era mayor. El jabón de tajo obró portentos y los veintisiete ingredientes del cerdo en el cocido madrileño (según Álvaro Cunqueiro) sanaron a más gente que la penicilina, descubierta por error.

 

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