miércoles, 8 de marzo de 2023

Memoria selectiva

 


Hubo en 1936 un alcalde republicano en Santander, Ernesto del Castillo, apodado como El Piqueta, que recibió en su día todo tipo de críticas por intentar derribar, y hasta lo consiguió en parte, edificios de evidente valor artístico con sus injustificables demoliciones en su deseo de hacer una reordenación urbana. Me estoy refiriendo a la Ermita de san Roque, en El Sardinero, la iglesia del Sagrado Corazón, del siglo XIV, la Estación del Norte, la Estación de la Costa y el Puente de Vargas, entre otros. Menos mal que aquella locura fue frenada por su sucesor, el golpista Cipriano González. Pero aquella autodestrucción (no hay mal que por bien no venga) sirvió para enriquecer a los promotores  de los negocios inmobiliarios. Algo que más tarde, en 1941, volvió a suceder tras el desastre del incendio, que dejó 14 hectáreas disponibles para la especulación de los caciques. Como señalaba Miguel Echevarría Bonet en un serio estudio sobre el conjunto patrimonial desaparecido en Santander, “la mayor pérdida achacable al proceso de 'reconstrucción' del centro tras el incendio fue el desmonte del cerro de Somorrostro, desde un poco más al este de la cuesta del Hospital. El vaciamiento del cerro (se removieron unos 300.000 metros cúbicos de tierra que fueron a parar a la explanada de El Camello) para llevar las calles Lealtad e Isabel II hasta el mar aisló a la Catedral y eliminó cualquier vestigio de la Puebla Vieja, el corazón original de la ciudad. La operación, además, acabó con capas y capas de historia arqueológica que yacían bajo sus cimientos”. Pues bien, derrocado el alcalde Ernesto del Castillo en febrero de 1937 y apagado el incendio devastador de 1941, aparece ahora un personaje cántabro de nación dispuesto a llevarse por delante al presidente Miguel Ángel Revilla sin hacer uso de la piqueta ni de la manguera. Para intentar conseguirlo, sólo (permítame el lector que  acentúe el adverbio para evitar riesgo de ambigüedad) utiliza su pluma como arma ofensiva. En su artículo de hoy en el periódico digital de los obispos que dirige Bieito Rubido, “El epítome de la España corrupta: Revilla”, Ramón Pérez-Maura, bisnieto de Antonio Maura, señala entre otras lindezas que “a él [a Revilla] no se aplica la Ley de Memoria Democrática para recordarle su pasado falangista”. Y todo ello, a propósito de la reciente inspección  de las Fuerzas de Seguridad a la Consejería dirigida por su hombre de confianza, José Luis Goichicoa. Se palpan las elecciones de mayo y hay que meter caña. Dice Pérez-Maura que “Revilla es visto como un buen campechano que se mantiene en el poder practicando el populismo más sórdido. Y como el PSOE lo utiliza para mantener cuota de poder, la brunete mediática socialista lo va jaleando por toda España”. No sé. A mí  Revilla me parece una persona seria que lucha por defender a Cantabria allí donde acude. Sórdido, lo que se dice sórdido, fue un tal Juan Hormaechea, tercer y quinto presidente de esa Comunidad, que comenzó su carrera política en 1973 como concejal del Ayuntamiento de Santander por el entonces llamado “tercio familiar” franquista, y que tuvo que dimitir de su cargo de presidente de Cantabria en 1994 por una sentencia judicial que le condenó a 6 años de prisión y 14 de inhabilitación. Por si ello fuese poco, todos los consejeros de su primer mandato fueron de la misma manera juzgados aquel año por malversación de fondos públicos y prevaricación, derivados de las irregularidades descubiertas por la Comisión de Investigación de la Asamblea Regional que fiscalizó su gestión. Hormaechea no ingresó en prisión al ser favorecido por un indulto. Pero de aquel turbio asunto Pérez-Maura no habla. Supongo que tienen memoria selectiva.

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