miércoles, 29 de noviembre de 2023

Por pedregosas trochas

 


Ya es un tópico señalar que España es un país turístico y nuestra principal fuente de ingresos. Por otro lado, las “estrellas MIchelín” sembradas en nuestro entorno han sido un acicate para que la hostelería esté alcanzando unos niveles altos culinarios. Los cocineros de prestigio se hacen llamar “chefs”, voz tomada del francés que significa “jefes” y tal profesión ha alcanzado un prestigio de altura. Pero siempre no fue así. José María Blanco White en su “Madrid, 1807” (tercera parte de “Cartas de España") cuenta su traslado desde Sevilla hasta Madrid en un viaje rápido e inesperado en su deseo de acompañar a su amigo Leandro, a quien los médicos le habían aconsejado que cambiando de aires buscase consuelo a su melancolía. Y B.W. hace referencia a ese viaje “de 260 millas inglesas” que separa a las dos capitales por la ruta de Extremadura en compañía de Leandro y de otro amigo común, Frasquito Manjón. Según describe B.W, en aquellas casas de postas se servían comidas a los viajeros de forma pésima y con absoluta carencia de la más elemental higiene. Curiosamente, B.W hace alusión a su paso con la diligencia por el largo puente de Almaraz sobre el río Tajo, en la provincia de Cáceres, destruido algo más de un año después (el 29 de enero de 1809) por orden del general Cuesta a fin de obstaculizar el paso del ejército francés al mando del mariscal Claude-Victor Perrin. Fue reconstruido en 1845. Aquel viaje al que hago referencia, al igual que los que se hacían entonces, es descrito por B.W. de forma somera. Escribe B.W.:

“Se suele hacer en pesados carruajes tirados por seis mulas y dura de diez a doce días. El mayoral forma una partida de cuatro personas, y él mismo fija el día y hora de la salida, dispone la longitud de las etapas, señala la hora de levantarse por la mañana e incluso cuida de que los viajeros oigan misa los domingos y fiestas de guardar que ocurran durante la jornada”. (…) “No voy a entretenerlo con la descripción de nuestro viaje, de las paradas en las casas de posta, de cómo en Valdepeñas nos olvidamos de nuestra prisa a causa de su delicioso vino, que suelen servir sacándolo directamente de unas inmensas tinajas de barro subterráneas…”.

Aquellos eran años en los que la legua era una medida itinerante que variaba según el uso que se le diese. En concreto, la legua de posta equivalía a cuatro kilómetros a la hora a paso llano de caballería. En el libro de Matías Escribano “Itinerario Español o Guía de Caminos para ir desde Madrid a todas las Ciudades y Villas más importantes de España y para ir de unas Ciudades a otras, y a algunas cortes de Europa” se diferenciaban los caminos de ruedas de los de herraduras. En materia de caminos, la R. O. de 26 de enero de 1801 establecía que la legua común, o legua corta, fuese de 20.000 pies (6666 2/3 varas), lo que venía a ser el equivalente hoy a 5,573 km., siendo oficial en la medición de los Caminos Reales de Postas, muy tenidos en cuenta por Pascual Madoz en su “Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar”. Como curiosidad, a mediados del siglo XIX se creó en Madrid la Fonda Peninsulares, en el inicio de la calle de Alcalá (en la casa-palacio del marqués de Torrecilla, junto a la Casa de Aduanas) por la Compañía de Diligencias Peninsulares y Postas. Las crónicas de la época comentaban “el excesivo estilo español en sus comidas, con excesivo aceite y ajo” para sorpresa de los turistas extranjeros. Esas mismas crónicas señalaban que en 1845 llegaron en diligencias a ese punto de Madrid 85.000 viajeros. 

 

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