jueves, 30 de noviembre de 2023

Termina noviembre

 


Estos días los mercados aumentan su volumen de ventas con motivo de las próximas fiestas navideñas. Los clientes se quejan de la inflación y aquilatan lo máximo posible a la hora de hacer las compras extraordinarias previstas para comida familiares. Nada impide, sin embargo, que ya metidos en la pomada se sigan celebrando comilonas de empresas. Me cuentan que a fecha de hoy ya es difícil encontrar restaurante. ¡Se acabó la miseria! Pues bien, lo que acabo de contar me da pie para hacer referencia a un librito de Gonzalo Zaragoza (“Rumbo a las Indias” Biblioteca El Sol, 1991, 96 p.) muy interesante y donde se cuenta los víveres que Cristóbal Colón cargó en 1492 en sus tres barcos antes de emprender su primer viaje a las supuestas Indias,  a gastos pagados por la Corona de Castilla. Para tal aventura, los barcos se aprovisionaron para quince meses y agua para seis. Señala Zaragoza: “Como solo tardaron un mes en llegar a las supuestas Indias, los expedicionarios pudieron sufrir miedo a lo desconocido, pero no hambre ni sed. La ración diaria por marinero solía ser de 1,5 a 2 libras de bizcocho o galleta, de media a una libra de tasajo o carne salada, un cuarto de libra de arroz o legumbres secas, un litro de agua, tres cuartos de litro de vino, 50 gramos de vinagre y un cuarto de litro de aceite”. Respecto a las medidas empleadas en el siglo XVI no es fácil comparar magnitudes, ya que tenían distinto valor según cada región. Más o menos, por hacernos una idea, una arroba podía pesar 25 libras, equivalente a 11,5 kilogramos, y una pipa equivalía a 484 litros. Las cubas, las botas y las vasijas de barro, al tener distintas capacidades, resultarían hoy difíciles de mensurar.  En líneas siguientes, el libro relata la extensa lista de víveres en la expedición de Magallanes para  265 expedicionarios, aparte de la despensa privada de capitales y oficiales. Curiosamente, al estar éstos mejor alimentados y poder tomar fruta, éstos evitaron sufrir las auténticas miserias por las que pasó la tripulación. Según dejó constancia el cronista de la expedición,  Antonio Pigafetta, “…estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor protegías del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas a remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que hubieran aparecido”. Lo peor de todo llegó al aparecer el escorbuto por carencia de ácido ascórbico, que causaba sufrimientos terribles al hincharse las encías, caerse los dientes y terminar muriendo. Pigafetta, por cierto, hace una descripción muy curiosa sobre un indio patagón al que bautizaron con el nombre de Juan. Relata: “Fue visto, a los seis días, un gigante, pintado y vestido de igual suerte […] Empuñaba arco y flechas. Acercándose a los nuestros, primero se tocaba la cabeza, el rostro y el tronco; después hacía lo mismo con los de ellos, y, por fin, elevaba al cuello la mano. Cuando el capitán general lo supo, mandó un esquife para que se apoderasen de él […] Éste era más alto aún y mejor construido que los demás, y tan tratable y simpático. Frecuentemente bailaba, y, al hacerlo, más de una vez hundía los pies en tierra hasta un palmo. Permaneció entre nosotros muchos días; tantos, que lo bautizamos, llamándole Juan. Pronunciaba tan claro como nosotros, sino que con resonantísima voz, “Jesús”, “Padre nuestro”, “Ave María” y “Juan”. Después, el capitán general  le dio una camisa, un jubón de paño, calzas de paño, una barretina, un espejo, un peine, campanillas y otras cosas, despidiéndolo. Fuese muy contento y feliz. Al día siguiente, trajo uno de aquellos animales grandes al capitán general, por el que le dieron muchas cosas a fin de que trajese más. Pero nunca volvió”. Aquí lo dejo. Hoy termina  noviembre y voy a telefonear a un amigo para felicitarle. Se llama Andrés por la Iglesia, por el Juzgado está inscrito como Mirocleto, obispo del que hizo memoria san Ambrosio, pero él prefiere que le llamen Andrés, que también son manías.  Que tengan un buen día.

 

No hay comentarios: