Se dice que en las empresas pequeñas hay poco relevo generacional. Menos mal. Cuando una empresa creada en su día por alguien con deseos de progresar se traspasa a sus hijos, la sociedad se suele ir al carajo. Es, por decirlo de alguna manera, lo que sucede cuando un palacete de gran solera se queda sin propietarios por fallecimiento de aquellos que lo erigieron para disfrute de su familia en la época en la que los veraneos duraban tres meses. Los herederos directos nunca se ponen de acuerdo en qué hacer con la casa heredada y termina siendo vendida al mejor postor y posteriormente derribada para construir apartamentos. Me viene a la cabeza el espléndido casoplón del entonces consorte de la marquesa de la Deleitosa, suegro de Pilar de Borbón, que tenía en esa villa guipuzcoana hasta salida al malecón de la playa, como el portón zamorano de la traición de Bellido Dolfos, y que siempre me pareció de gran misterio. No fue el único chalé que terminó de esa manera. Así aconteció que el Zarauz de los años 90 en nada se parecía al que yo había conocido años anteriores, cuando era fácil encontrarse con el rey Balduino paseando por sus calles en bicicleta. Pero llegó el terrorismo de ETA y el rey de los belgas se decidió por veranear en Motril, que le ofrecía más seguridad. Hoy en Zarauz no queda nada de aquello. El turismo masificado terminó con su glamur, cuando no se permitía ni clavar una sombrilla de los ‘morones’ de los caseríos en la playa, o poner un transistor que molestase a aquellos que tenían alquilada caseta, o comer de alforja y ensuciar la arena. El turismo de masas ha terminado por devorarlo todo. Del señorío veraniego se pasó a lo más raquero de la clase de tropa. Tampoco Niza, en otro mar, es la misma ciudad que lo fue en los tiempos de Isadora Duncal antes de su trágico destino, cuando se le enrolló su foulard de seda en las ruedas de un coche pequeño, un Amílcar CGSS, el 14 de septiembre de 1927 en el Paseo de los Ingleses. Aquel pequeño deportivo iba conducido por el joven Benoît Falchetto, apodado como Bugatti, un empleado de garaje que intentaba convencer a la bailarina descalza para que lo comprase. Fue el final de una vida aparatosa y excesiva de un mito cuyo padre falleció ahorcándose con la correa de una maleta tras un naufragio y dos de sus hijos se ahogaron en el Sena al precipitarse el coche que los llevaba por un puente parisino. Me acuerdo de la canción "Cuando paso por el puente, Triana vida mía...". Dicen que en las caracolas puede escucharse el mar. También la melancolía de lo que no volverá. Menos mal que nadie podrá evitar que sigamos observando el silente Monte Ratón, por donde salían a la mar los guetaiarras en trainera, en los años 20 se la llamaba treñera, para pescar la anchoa y la sardina esquivando galernas y protegiéndose de chiflos hipnóticos de falsas sirenas (en ‘Odiseo y las sirenas’ de Brecht, al contrario que en la obra de Kafka, Ulises ya no quiere protegerse del canto de las sirenas, sino disfrutarlo) en un horizonte eterno y azul como el iris de los ojos de una princesa de cuento.
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