Como en la novela corta “El coronel no tiene quien le escriba” (1961) de Gabriel García Márquez, en mi casa, no sé en otras, ya no recibimos felicitaciones de Navidad, ni siquiera de los grandes almacenes creados por Ramón Areces. Los franqueos se han puesto carísimos. Se acabó, y eso me congratula, que gente con la que no tengo apenas trato durante todo el año me pongan el consabido tópico de “próspero año nuevo”. Aquí no hay más próspero que Próspero Mérimée, que inmortalizó la novela corta “Carmen”, que sirvió de inspiración a la ópera homónima de Georges Bizet. En la primera de esas novelillas, de menos de cien páginas, se da cuenta de la vida de un anciano coronel que se acerca hasta el puerto todos los viernes esperando la llegada de una carta que confirme su pensión tras años de servicio en el ejército. El coronel se pasa el día alimentando a un gallo para que crezca musculoso y pueda pelear en el palenque y, de ese modo, conseguir algo de dinero en las apuestas. “Carmen” es otra cosa. Una mujer gitana, dos hombres enfrentados por celos como si fuesen barateros y una taberna sevillana, “Lilas Pastia”, en el callejón del Agua, donde Carmen bailaba. Media diciembre y las calles se llenan de encendidos y luces de colorines para que la gente salga y gaste. Ahora todo es por lo grande. Ya ni en los lugares más remotos quedan tabernas (en los pueblos a la taberna le llamaban “café”) donde después de escuchar cada noche de san Silvestre el discurso de Franco y el consabido “contubernio judeo-masónico” en la única televisión que había en la aldea, se jugaba a la brisca, se bebía vino peleón, se cantaban villancicos y se comían guirlaches y cacahuetes antes de entrar al salón del baile. “Hombres solteros cinco pesetas, hombres y mujeres casados, gratis”. Y pasaban las horas bailando la pachanga y descorchando botellas de sidra “El Gaitero” en el servicio de ambigú y lanzando confetis y serpentinas en medio de la pista. Yo nunca supe a qué contubernio se refería el dictador, mientras subía y bajaba los brazos como si le hubiesen puesto unos hilos atados a las muñecas como a aquel personaje de la Comedia del arte conocido como Polichinela, paticorto y barrigón. Para mí que el “contubernio judeo-masónico” era un karma, el antídoto contra el mal de ojo y la mala suerte. La baraka que le mantenía en el poder lleno de salud sin necesidad de tener que tomar "Hipofosfitos".
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