Hoy tomo el título de una farsa de Luigi Pirandello (1917), sacada del relato "La señora Frola y el señor Ponza", todo un laberinto de las apariencias. Los espejos reflejan, muestran, ocultan, deforman e informan. En ellos aparece el rostro con unos rasgos invertidos, en una simetría opuesta a aquella por la que somos reconocidos. Mirarse en ellos produce mucha ansiedad por esa distorsión. Es conocida como catoptrofobia, al producir en algunas personas una sensación inquietante. Para los supersticiosos, un espejo roto es señal de mala suerte. Es como una forma de fragmentar el alma. Algo parecido sucede cuando nos miramos en un charco. En el reflejo del agua se miran los ojos de los sueños. En el madrileño callejón del Gato un comerciante instaló a principios del siglo XX dos espejos deformantes para atraer clientes. En aquel callejón discurrió la escena principal de la esperpéntica obra de Valle-Inclán, “Luces de bohemia”, con Max Estrella (Alejandro Sawa) como protagonista. Me viene a la cabeza la historia de un paleto que en uno de sus viajes a Madrid se dio una vuelta por el rastro y adquirió un espejo enmarcado, algo que él desconocía. Tanto es así que al mirarlo reconoció la cara de su padre. Lo compró, se lo llevó a la aldea y lo guardó dentro de un baúl en el desván. De pascuas a peras abría la tapa y lo miraba con espanto. Cuando eso sucedía, bajaba las escaleras compungido hasta el punto de que se dio cuenta su mujer. Ella, aprovechando que su marido estaba faenando en el campo, subió al desván, abrió la tapa del baúl y su cara apareció reflejada en el espejo. Pero ella tampoco se reconoció al ver la cara de una mujer. Los celos comenzaron a anidar en ella. Al regresar su marido del campo, el matrimonio se enfrascó en una tremenda pelea. Para ella, dentro del cuadro había el retrato de una mujer. Para él, el de su padre. En un momento dado apareció por la casa un monje dominico, fray Antíoco, O.P. (Ordo Praedicatorum). Ambos le explicaron al fraile el origen de la riña. Éste, más sosegado y en un intento de que reinase la paz entre ellos, subió hasta el desván para deshacer el entuerto. Abrió el baúl y miró en su interior. Después, volvió a cerrar la tapa silente. El marido y la mujer le preguntaron qué había visto. La respuesta del clérigo fue contundente: “Un monje”. Aquella información no les satisfizo y nunca salieron de dudas.
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