Si en lugar de haberse quemado Notre Dame de París, las llamas hubiesen prendido en la catedral de Santiago de Compostela no soy capaz de saber qué hubiese sucedido; o sea, si se restauraría, cosa que se me antoja como labor de chinos, o se dejarían en pie sus ruinas, como el fantasmagórico Belchite. Parece difícil contemplar esa hipótesis. Lo cierto es que Ramón Pérez-Maura parece tener la clave. Según ese periodista, Sánchez optaría por lo segundo. “Creo -así lo señala en un artículo de un diario digital - que en el mejor de los casos habríamos presenciado una disputa sobre quién tenía que hacerse cargo de la reconstrucción; y en el peor, algunos hubieran impuesto el criterio de dejar las ruinas intactas como símbolo de la decadencia de la Iglesia. Y muchos hubieran aplaudido esa iniciativa”. Estoy de acuerdo con Pérez-Maura, y así lo reconozco, que esa reconstrucción en tiempo record ha sido una operación de Estado serio. Pero es que en Francia, al contrario que lo ocurre en España, los templos son propiedad del Estado. Ese periodista, a mi entender, y es lo que no entiendo, confunde el Estado con el Gobierno desde el momento que iguala al presidente de la República Francesa con el presidente del Gobierno de España. En todo caso, Macron puede equipararse en rango con Felipe VI y Sánchez con Michel Barnier. Continúa contando Pérez-Maura que “la laica Francia se ha volcado en recuperar y mejorar la grandeza de una catedral católica que es un referente universal. Bajo un presidente que se declara agnóstico y que apenas llevaba dos años en el cargo cuando se produjo la tragedia”, Me veo en la obligación de recordarle al periodista que Francia (entendida como conjunto de los ciudadanos) no es laica, sino que la laicidad en Francia implica que los poderes públicos deben ser neutrales en atención a la especificidad de las diferentes confesiones religiosas. En Francia, la separación entre Iglesia y Estado data de 1905, cuando el Parlamentó francés votó y aprobó una iniciativa propuesta por el diputado Aristide Briand. Esa laicidad, en consecuencia, implica desde entonces hasta ahora una neutralidad absoluta del Estado y de los poderes públicos con relación a las religiones y a las confesiones religiosas. Pero esa laicidad oficial del Estado no afecta en modo alguno a las convicciones religiosas de los individuos. Tan libre es un ciudadano francés para asistir a una misa católica como para pasear en bicicleta en el Bois de Boulogne. En España, por el contrario, los templos y hasta las ermitas situadas en páramos están inmatriculados a nombre de la Iglesia católica. Como muestra, entre 1998 y 2015 se inmatricularon en España 34.961 bienes sin tener que aportar la correspondiente documentación de propiedad que lo acreditase, acogiéndose la curia a la ley hipotecaria de 1946. Bastaba con que un obispo certificase la propiedad de la Iglesia sobre determinado bien para que éste quedase registrado a su nombre, Fue como una venganza por las desamortizaciones del siglo XIX. Los obispos se convirtieron en notarios (mejor dicho, en intrusos fedatarios públicos) de lo que entendieron que les pertenecía por entero. Las inmatriculaciones, dígase claro, fueron un “regalo” de Franco por el apoyo al golpe de Estado de 1936. Aquel privilegio se amplió con la reforma de esa ley durante el gobierno de Aznar. Cuando un templo tiene goteras, se exige al Estado que las arregle, y cuando se han saneado, los clérigos, amos del becerro de oro, cobran la entrada para visitarlos. Eso en Francia (que no tiene firmados vergonzosos concordatos con la Santa Sede) no pasa. Pérez Maura nació en Santander y es sabedor de que el voraz incendio de esa preciosa ciudad en 1941 afectó en gran manera a la catedral, siendo obispo José Eguino Trecu, (que, dicho sea de paso, casó a mis padres) y que fue completamente restaurada. Con la catedral de Santiago de Compostela, apuesto con Pérez-Maura a vermú y unos pimientos con ventresca en la 'Bodega del Riojano', a que sucedería lo mismo, independientemente de qué político gobernase nuestros dudosos destinos.
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