En aquel pequeño pueblo de la ribera del
Jalón nunca pasaba nada. Los días transcurrían silentes entre la desidia y la
modorra generalizada. Solo se alteraba, si acaso, con las fiestas patronales honor
de san Eustaquio cada 14 de abril,
cuando los chavales lanzaban al aire cohetes voladores, una banda de música
llegada ex profeso desde La Almunia
de Doña Godina recorría las callejuelas tortuosas, el único bar se llenaba de
hombres, las mujeres preparaban en casa comida especial, el cura preparaba la
procesión del santo, las beatas limpiaban el templo y algunos forasteros
aparecían como setas tras una mansa lluvia en el pinar. Pero aquel año algo
ensombreció el jolgorio reinante. Todos esperaban el fin de Tiburcio, al que el médico había
desahuciado. Pero el
fallecimiento no se producía. Tiburcio, rodeado de Petra, su mujer, y de algunos
allegados, permanecía anclado en su lecho, donde sobre la colcha de ganchillo
habían colocado una estampa de la virgen La
Antigua, esperando el momento final. A Tiburcio le llegó un olor agradable
de la cocina. En una fuente, Petra habían colocado unas tosquillas de anís que,
junto a unas magdalenas, era costumbre ofrecer a los músicos cuando éstos hacían
una breve parada frente a cada una de las casas interpretando un pasacalle. A
Tiburcio le desapareció la agonía como por encanto. Aquel olor se expandía
hasta el piso de arriba donde él se encontraba. Llamó a su mujer, pero estaba
ausente. Se había marchado a las completas de la parroquia. Tiburcio, lleno de
curiosidad, se levantó de la cama ayudado de un bastón y agarrándose a la
barandilla de la escalera bajó como pudo hasta la cocina. Miró con ansiedad en
su interior. Sobre un aparador había una fuente de cristal ovalada con
rosquillas de anís y una botella de mistela valenciana. A Tiburcio se le
ocurrió pensar si aquello sería un detalle final de Petra hacia él antes de que
dejara este mundo para siempre. Haciendo un último esfuerzo, Tiburcio comenzó a
probarlas. Le parecían deliciosas. Estaban bien amasadas y regadas con ‘anís La Dolores’, que fabricaba con
esmero Esteve en Calatayud. Pero cuando Tiburcio estaba en plena faena se
abrió la puerta de casa y apareció Petra con un velo sobre su cabeza y un rosario
entre las manos. Se asustó al ver a su
marido en la cocina, dio un grito y tomó el rodillo para, si era menester, poder
usarlo en defensa propia. Creyó que estaba viendo visiones. Tiburcio, viendo
las intenciones de su esposa, dejó caer la rosquilla que ya tenía ente los
dientes y dio un brinco. Petra dijo en voz alta una jaculatoria. Después, algo
más repuesta de su impresión, echó a Tiburcio de la cocina de muy malas maneras:
“¡Qué haces, desgraciado! ¿No ves que las
he hecho para tu funeral? Ojalá se te llene de bubas la lengua”. Y Tiburcio, sin nada que objetar, regreso a
la alcoba y se volvió a tapar con las sábanas con cara de haber cometido un
crimen. Por la ventana entraba un confuso sonido de pitos, flautas y petardos
procedente de de la calle. Tiburcio pensó que lo menos que se le debe tener a
un aspirante a difunto es un poco de respeto. También, que las aves tienen más
defensas por poder posarse en los árboles. Se quedó dormido.
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