sábado, 7 de diciembre de 2024

Rosquillas de funeral

 

 

 

En aquel pequeño pueblo de la ribera del Jalón nunca pasaba nada. Los días transcurrían silentes entre la desidia y la modorra generalizada. Solo se alteraba, si acaso, con las fiestas patronales honor de san Eustaquio cada 14 de abril, cuando los chavales lanzaban al aire cohetes voladores, una banda de música llegada ex profeso desde La Almunia de Doña Godina recorría las callejuelas tortuosas, el único bar se llenaba de hombres, las mujeres preparaban en casa comida especial, el cura preparaba la procesión del santo, las beatas limpiaban el templo y algunos forasteros aparecían como setas tras una mansa lluvia en el pinar. Pero aquel año algo ensombreció el jolgorio reinante. Todos esperaban el fin de Tiburcio, al que el médico había desahuciado. Pero el
fallecimiento no se producía. Tiburcio, rodeado de Petra, su mujer, y de algunos allegados, permanecía anclado en su lecho, donde sobre la colcha de ganchillo habían colocado una estampa de la virgen La Antigua, esperando el momento final. A Tiburcio le llegó un olor agradable de la cocina. En una fuente, Petra habían colocado unas tosquillas de anís que, junto a unas magdalenas, era costumbre ofrecer a los músicos cuando éstos hacían una breve parada frente a cada una de las casas interpretando un pasacalle. A Tiburcio le desapareció la agonía como por encanto. Aquel olor se expandía hasta el piso de arriba donde él se encontraba. Llamó a su mujer, pero estaba ausente. Se había marchado a las completas de la parroquia. Tiburcio, lleno de curiosidad, se levantó de la cama ayudado de un bastón y agarrándose a la barandilla de la escalera bajó como pudo hasta la cocina. Miró con ansiedad en su interior. Sobre un aparador había una fuente de cristal ovalada con rosquillas de anís y una botella de mistela valenciana. A Tiburcio se le ocurrió pensar si aquello sería un detalle final de Petra hacia él antes de que dejara este mundo para siempre. Haciendo un último esfuerzo, Tiburcio comenzó a probarlas. Le parecían deliciosas. Estaban bien amasadas y regadas con ‘anís La Dolores’, que fabricaba con esmero  Esteve en Calatayud. Pero cuando Tiburcio estaba en plena faena se abrió la puerta de casa y apareció Petra con un velo sobre su cabeza y un rosario  entre las manos. Se asustó al ver a su marido en la cocina, dio un grito y tomó el rodillo para, si era menester, poder usarlo en defensa propia. Creyó que estaba viendo visiones. Tiburcio, viendo las intenciones de su esposa, dejó caer la rosquilla que ya tenía ente los dientes y dio un brinco. Petra dijo en voz alta una jaculatoria. Después, algo más repuesta de su impresión, echó a Tiburcio de la cocina de muy malas maneras: “¡Qué haces, desgraciado!  ¿No ves que las he hecho para tu funeral? Ojalá se te llene de bubas la lengua”.  Y Tiburcio, sin nada que objetar, regreso a la alcoba y se volvió a tapar con las sábanas con cara de haber cometido un crimen. Por la ventana entraba un confuso sonido de pitos, flautas y petardos procedente de de la calle. Tiburcio pensó que lo menos que se le debe tener a un aspirante a difunto es un poco de respeto. También, que las aves tienen más defensas por poder posarse en los árboles. Se quedó dormido.

 

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