Mañana es santa Águeda. Me ha venido a la cabeza la dedicatoria de “Platero y yo” donde Juan Ramón Jiménez, el poeta insuperable nacido en Moguer la víspera de la Nochebuena de 1881, hizo una dedicatoria “a la memoria de Aguedilla, la pobre loca de la calle del Sol que me mandaba moras y claveles”. La onubense Mónika Rasco le hizo en 2014 una estatua en Moguer al cumplirse el centenario del relato inefable de aquel burrillo suave y blando por fuera donde su autor plasmó toda su melancolía. Escribió Juan Ramón: “Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; y mi madre, andaluza, con los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo que jugaba muy poco, y que era gran amigo de la soledad…”. En 1956, al morir Cenobia Campubí pocos días después de haberle sido concedido el Premio Nobel de Literatura, Juan Ramón se encerró en su casa de Río Piedras en la más absoluta tristeza. Un día le visitó en su casa Ramón Gómez de la Serna y le preguntó por qué escribía Dios con minúscula. No obtuvo respuesta. Cincuenta años antes de su muerte (29 de mayo de 1958) visitó con unos niños (capítulo CXXXV. Melancolía) la tumba de Platero “en el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos. Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas”. Si les digo la verdad, los tres relatos que más me han conmovido en mi larga trayectoria de lector son, por este orden, “Platero y yo”, “Luces de bohemia”, de Valle Inclán y “Celia en la revolución”, de Elena Fortún. El primero, por su estilo; el segundo, por la figura de Max Estrella, donde se refleja en un espejo esperpéntico del madrileño callejón del Gato a Alejandro Sawa; y el tercero, por la triste historia de una adolescente de una edad aproximada a la que entonces tenía mi madre durante la Guerra Civil.
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