Tengo
en mis manos un trabajo de 24 páginas de
mi amigo muerto Inocencio Ruiz Lasala.
Se trata de “Mis recuerdos de librero” (Imp. San Francisco, Zaragoza, 1968),
del que se imprimieron 500 ejemplares numerados a mano y firmados por su autor.
Conservo el ejemplar número 130 casi como un tesoro. No está dedicado a mi
persona sino al entonces coronel de Artillería don Enrique Suárez de Deza y Aguilar, tío de mi mujer. El trabajo
es, en realidad, el texto íntegro de una conferencia que debería haber pronunciado Inocencio Ruiz
en Lérida con ocasión de la Feria del
Libro de ese año y por invitación de José
Tarragó Pleyán (1916-1983) por
entonces delegado provincial de Información
y Turismo de Lérida. Como cuenta Inocencio Ruiz en una nota previa: “…la
cual [la conferencia] fue suspendida dos veces por causas ajenas a la voluntad
de los organizadores, y posteriormente por no ser posible desplazarme a dicha
ciudad”. En la página 10 de ese texto, tras hacer referencia a su campiña, sus
flora, etcétera, hace hincapié a una tradición recogida en el libro “Apuntes de Historia de Lérida”, escrito
por José Pleyán de Porta e impreso
en Lérida en 1873. Al hacer referencia
al escudo de la ciudad, señala Inocencio
Ruiz: “Se cuenta que careciendo Lérida de blasón o escudo se pidió a un rey que
le concediera uno, y que éste, deseando encontrar lema con que adornarle, miró
a su alrededor buscando un motivo, y como el emplazamiento donde se encontraba
estaba totalmente cubierto de lirios le concedió el que colocaran en su escudo
cuatro de ellos…”. En efecto, José Peyán de Porta hace referencia a cuatro
flores de lirios cuando en realidad el escudo dispone de tres. Quiero pensar
que al viejo escudo, que databa del siglo XIII, le amputaron una de esas flores
a la llegada a España de Felipe V,
primer rey de la Casa de Borbón, si
bien la primera descripción heráldica que yo conozco señala: “Escudo rombal de
oro con cuatro palos de gules y sobre el todo una rama de lirio de tres tallos
de sinope con flores de plata. El timbre, corona real, abierta y sin
diademas…”. Hubo otra versión moderna aprobada por la Diputación Provincial de
Lérida (10 de octubre 2002) que consiste en “un escudo en losange con ángulos
rectos o embaldosado de oro con cuatro palos de gules, sobre el todo en un
escusón en losange de ángulos rectos o embaldosado de sinople, con un ramo de
lis de sable moviente de la punta y con tres flores de lis nutridas, de plata,
a cada extremo; bordura de oro cargada de cuatro roeles de gules. Al timbre,
una corona mural de provincia”; o sea, una corona republicana. Quédese el
lector con la que más simpatice.
jueves, 28 de junio de 2018
martes, 26 de junio de 2018
Hoy, san Pelayo
Durante
mi juventud acudía a Zarauz, no por ser exquisito a la hora de buscar un buen
lugar para veranear, que lo era, sino por la profesión de mi padre. Y recuerdo
aquellos días coincidentes con la fiesta más grande: san Pelayo. La víspera solía haber una tamborrada infantil por la
tarde y otra de adultos por la noche. Salían los gigantones y las tabernas se
llenaban de zarauztarras que bebían chacolí al son de música de acordeón. Al
día siguiente, día del patrón, seguía la fiesta en la pradera de Iñurritza,
cerca de la calle de Zumalacárregui, donde tenían la residencia mis padres. El
27 era costumbre que los mozos recorrieran los caseríos acompañados de
chistularis, tamborileros y acordeonistas a fin de recaudar dinero para el día
siguiente. Una tradición secular conocida como Oilasko Bilketa (recogida del pollo). Tampoco solían faltar los
concursos de traineras donde casi siempre ganaban las afamadas trainas de Orio.
Cuenta la tradición que los orígenes de esas fiestas se remontan siglos atrás,
cuando una fuerte tormenta sorprendió a unos marineros zarauztarras faenando lejos de la costa.
Comenzaron a rezar a san Pelayo y, portentosamente, la imagen de aquel santo
martirizado en Córdoba siendo casi un niño apareció sobre el barco y les señaló
el rumbo de regreso. Recuerdo que por aquella época escribí un relato, “El Monte Ratón”, relacionado con la
angustia de unos marineros que faenaban en alta mar cuando tuvieron que
soportar una galerna, el rescate hasta cubierta de un crucifijo de madera
existente en una bodega que había sido roído por unos ratones y una tremenda
explosión posterior que dio lugar a que emergiera del fondo del mar el “Ratón”
de Guetaria, con el morro batiente al oleaje del Cantábrico y el rabo (que
sirve de istmo) hacia la parroquia de san Antón, y cuya silueta es perfectamente
visible desde cualquier punto de la larga playa de un Zarauz que hoy se me antoja
devaluado en beldad por culpa de la piqueta.
lunes, 25 de junio de 2018
Degradación de una talla
Cuenta
el diario ABC que “los restauradores creen que la degradación de la talla de san Jorge de Estella merece
consecuencias penales”. Hombre, no sé. En rigor, nadie sabe que rostro tenía san Jorge en el supuesto de que hubiese
existido, de la misma manera que pueda resultar más simple conocer el posible
aspecto terrible del dragón. Todos suelen tener el mismo aspecto por más fuego
que lancen por las fauces. Lo que ha sucedido en Estella ya tiene antecedentes
en el Ecce homo de Borja, al que le dejaron cara de Paquirrín. Al san Jorge de
Estella, a mi entender, le han dejado cara de sarasa, o de astronauta, o de
motorista, o de Pedrín, aquel compañero inseparable de Roberto Alcázar en las viñetas dibujadas
por Eduardo Vañó. Era, recuerdo, un
muchacho rubio y de pantalón corto que siempre llevaba encima una corta porra
con la que atizaba al malo en la cabeza al grito de “¡Arrea, constipao!” y que
unas veces se trataba de Svimtus, el
hombre diabólico, otras el príncipe oriental Sher-Sing o el científico Graham. Pero no hay
mal que por bien no venga. Borja se llenó de turistas dispuestos a ver el
adefesio y hasta se etiquetó un vino con la nueva imagen de aquel Ecce homo que se vendió como churros. Nos
hemos vuelto locos. En Estella no sé qué pasará. Todo será cuestión de
promocionar la nueva imagen de san Jorge y llenar el entorno de paradores y
tiendas de recuerdos, como se hace en Fátima, en Lourdes y hasta en Garabandal
¿Qué hubiese sido de El Greco en
Toledo sin el fanatismo incondicional de Gregorio
Marañón y sin la monografía de Manuel
Bartolomé Cossío que había publicado Victoriano
Suárez en 1908? Nadie lo sabe. Imaginen, por ejemplo, que “El entierro del conde de Orgaz” hubiese
sido retocado por manazas lugareño. De cualquier manera es recomendable que los
párrocos no pongan en manos de supuestas profesoras de manualidades las tallas
(como esa del siglo XVI en Estella), existentes en el interior de las iglesias.
Cecilia Giménez, en Borja, es un
ejemplo de lo que no se debe hacer. Los
resultados pueden ser catastróficos.
Confundir las circunstancias
Hay
noticias en la prensa que dejan un amargo sabor de boca. Hoy leo en Heraldo de Aragón que “la Fiscalía acusa
a un muchacho epiléptico de atentado por golpear a los policías que lo sujetaban cuando
convulsionaba”. Me produce consternación que un fiscal pueda acusar a un
epiléptico de atentado contra la autoridad, sin haberse informado antes en qué
consiste la epilepsia. SI no lo sabía, podía haber solicitado información de un
médico forense. Y también, que haya propuesto al Tribunal que le imponga la
obligación de de seguir tratamiento médico siquiátrico. Eso sólo se le ocurre,
con perdón, al que confunde el culo con las cuatro témporas. El fiscal, a mi
entender, no ha estado a la altura de los hechos, al desconocer que un ciudadano epiléptico de
ninguna de las maneras es un chiflado. Me produce espanto, por otro lado, que
unos agentes de la Policía Nacional reclamen judicialmente cerca de mil euros
de indemnización a alguien que estaba inconsciente de forma completa en el
momento de los hechos. Esos agentes, por lo que se desprende, demuestran a las
claras que cuentan con una muy escasa sensibilidad hacia ese ciudadano además
de una vergonzosa ignorancia. Y no les estoy insultando. No sería justo. La ignorancia
(del latín ignorare) significa “no
saber”. Es decir, que esos policías nacionales no parecen preparados ante
determinadas contingencias para poder pertenecer a un Cuerpo que goza, al menos
a mi criterio, de gran respeto y consideración. Soy consciente de que los miembros
de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado siempre están dispuestos a
acudir en ayuda de todo ciudadano que reclama su presencia. Los agentes que
atendieron al muchacho epiléptico (que había sufrido tres crisis en el mismo
día) aquel 7 de diciembre de 2017 tenían que haber entendido que su “agresividad aparente” era debida a
causas patológicas de las que no era consciente. Sin embargo fue esposado y
atado por los tobillos para ser reducido. Como bien señala el abogado de la
defensa, Enrique Esteban Pendas, “dadas
las especiales circunstancias del caso, este tendría que haber sido archivado
en la vía penal. Si los policías querían reclamar un dinero por ello, podrían
haberlo hecho por la vía civil". En fin, hay cosas que parecen de libro y
que no se comprenden en este país, pero siempre me reconforta saber que la
Inquisición hubiese quemado a ese respetable muchacho sin mayores recatos.
Confundir las circunstancias suele ser propio de memos.
domingo, 24 de junio de 2018
Un libro de Manuel Ciges
No
tenía ni idea de cómo se produjo la muerte del general extremeño de Montánchez Juan García-Margallo y García,
bisabuelo del exministro de Asuntos Exteriores y aspirante a presidir el
Partido Popular, José Manuel
García-Margallo, el 28 de octubre de 1893. Pero me entero de ese suceso por
el periodista José García Domínguez,
que lo describe en Libertad digital.
A su vez, Domínguez se enteró de ello, según cuenta, por un libro de Joaquím Torra: “Els ultims 100 metres”. Pues bien, según describe Domínguez y que
resumo. “El general Margallo, gobernador militar de Melilla, moriría de modo
súbito tras recibir un disparo de pistola en el cráneo. “Había tenido dos malas
ideas unos meses antes de su triste último destino. La primera fue la de
ordenar construir una muralla en torno a Melilla cuyo trazado profanaba la tumba de
cierto imán local muy preciado por los devotos del Profeta. El segundo, la mala fortuna de ir a destruir casualmente
una mezquita con los proyectiles de la artillería española en una reyerta con
la morisma levantada en armas, asunto que enervó sobremanera a los rebeldes.
Así las cosas, Margallo aún tuvo tiempo de incurrir en un tercer error fatal.
Confundió lo que en realidad era una
maniobra militar envolvente por parte de la insurgencia bereber con una huida a
campo través. El precio en vidas de su equivocación resultó en extremo elevado:
la mayor parte de sus soldados morirían en el combate posterior, el 28 de octubre”.
Según el informe oficial, Margallo murió como consecuencia de una bala perdida.
Pero Manuel Ciges Aparicio, el que
fuera gobernador civil de Ávila durante la República y luego fusilado sumariamente
por los rebeldes en 1936, tuvo otra versión, y así lo contaba en su libro ‘España bajo la monarquía de los Borbones’
(Editorial Aguilar. Madrid, 1932.- 482 p.): “A Margallo se le dio por muerto en
acción de guerra. En realidad fue abatido por un joven teniente, Miguel Primo de Rivera,
el mismo que más tarde sería dictador, indignado por el hecho de que los
fusiles con que los moros estaban matando españoles hubiesen sido vendidos ocultamente
por el general". Aquella versión, la de Ciges, fue corroborada por Gerald Brenan, “quien sostuvo siempre
que el fusilamiento del gobernador republicano de Ávila por los franquistas
tuvo como verdadera causa el que hubiese aireado aquella sórdida historia
africana, un episodio de corrupción en el que habrían estado implicados algunos
otros altos mandos de la guarnición”. Hay que recordar que dos años antes, en
julio de 1921 había tenido lugar el desastre
de Annual donde hubo casi 11.000 soldados españoles muertos, entre ellos un
tío abuelo del exministro, entre otras cosas por la incompetencia del alto
mando, la corrupción de su intendencia, la improvisación y los ánimos de un
descerebrado Alfonso XIII al
incompetente general Silvestre. Se
me ocurre que esa historia, que daría origen al posterior Expediente Picasso, hubiese quedado de maravilla de haber sido
descrita en su “Anecdotario” por Natalio
Rivas, amigo de mi abuelo materno.
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