Durante
mi juventud acudía a Zarauz, no por ser exquisito a la hora de buscar un buen
lugar para veranear, que lo era, sino por la profesión de mi padre. Y recuerdo
aquellos días coincidentes con la fiesta más grande: san Pelayo. La víspera solía haber una tamborrada infantil por la
tarde y otra de adultos por la noche. Salían los gigantones y las tabernas se
llenaban de zarauztarras que bebían chacolí al son de música de acordeón. Al
día siguiente, día del patrón, seguía la fiesta en la pradera de Iñurritza,
cerca de la calle de Zumalacárregui, donde tenían la residencia mis padres. El
27 era costumbre que los mozos recorrieran los caseríos acompañados de
chistularis, tamborileros y acordeonistas a fin de recaudar dinero para el día
siguiente. Una tradición secular conocida como Oilasko Bilketa (recogida del pollo). Tampoco solían faltar los
concursos de traineras donde casi siempre ganaban las afamadas trainas de Orio.
Cuenta la tradición que los orígenes de esas fiestas se remontan siglos atrás,
cuando una fuerte tormenta sorprendió a unos marineros zarauztarras faenando lejos de la costa.
Comenzaron a rezar a san Pelayo y, portentosamente, la imagen de aquel santo
martirizado en Córdoba siendo casi un niño apareció sobre el barco y les señaló
el rumbo de regreso. Recuerdo que por aquella época escribí un relato, “El Monte Ratón”, relacionado con la
angustia de unos marineros que faenaban en alta mar cuando tuvieron que
soportar una galerna, el rescate hasta cubierta de un crucifijo de madera
existente en una bodega que había sido roído por unos ratones y una tremenda
explosión posterior que dio lugar a que emergiera del fondo del mar el “Ratón”
de Guetaria, con el morro batiente al oleaje del Cantábrico y el rabo (que
sirve de istmo) hacia la parroquia de san Antón, y cuya silueta es perfectamente
visible desde cualquier punto de la larga playa de un Zarauz que hoy se me antoja
devaluado en beldad por culpa de la piqueta.
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