En
rigor, la meta de toda sustancia farmacológica es poder combatir la dolencia o
el malestar para la que fue creado. Me viene a la cabeza el láudano, aquel opio azafranado inventado por Paracelso en el siglo XVI que se
convirtió en panacea para todas las dolencias y que se vendía en las boticas
españolas en 1925 al precio de 25 céntimos de peseta el gramo. Aunque parezca
increíble, fue un fármaco de “existencia mínima obligatoria” en todas las
oficinas de Farmacia españolas hasta 1977. Pues bien, el Gobierno que presidió Mariano Rajoy hasta hace pocas fechas se empeñó en contar a los
españoles que el agujero de la Seguridad Social era casi como ese boquete negro
que existe en el centro de la Vía Láctea. Y los jubilados, que pese a ello
votaban al Partido Popular que sustentaba al Gobierno por aquello de que más valía malo
conocido que bueno por conocer, se fueron resignando a una subida anual de
pensiones del 0’25% y a tener que soportar un “repago” de los medicamentos
impuesto por la entonces ministra Ana
Mato, aquella señora, por llamarla de alguna manera, que no supo qué hacia
un “Jaguar” en su garaje, entre otras
cosas. Hubo un momento en el que comprendí que toda la milonga cacareada por
aquel Ejecutivo sólo era un ardid para justificar poder romper la hucha de
aquel fondo de reserva que en 2011 llegó a los 66.815 millones de euros, una cantidad
muy parecida a la que nos costó a todos los españoles el rescate de las
quebradas entidades bancarias y que parece difícil que devuelvan. El problema llegó a partir del momento en el
que el coste de las pensiones siguió aumentando y, también, el número de disminuciones de
cotizantes por el paro galopante; es decir, que la Seguridad Social pagaba más
de lo que ingresaba. Pero una cosa es que la Seguridad Social esté en quiebra, que no lo está, y
otra cosa muy distinta que se haya producido un agujero importante entre
ingresos y gastos. El Gobierno presidido por Rajoy optó por lo más sencillo:
echar mano de aquel fondo de reserva en vez de crear nuevos impuestos para
hacer frente a ese desfase. Algunos economistas, como Emérito Quintana, entendían que “la hucha de las pensiones nunca
existió, que fue un artificio contable”. Aquí, según parece, nunca se guardó el
“superávit” generado entre los ingresos
de trabajadores y los gastos en pensionistas. Lo que parece es que la Seguridad
Social invirtió el saldo excedente de aquella concurrencia en deuda pública,
con lo que se produjo un bucle esperpéntico; es decir, la Seguridad Social “invertía” en deuda pública
y el Estado recibía el dinero y se lo gastaba ese mismo año. Al final, el
dinero volvía a la Seguridad Social y el Estado se debía ese dinero a sí mismo.
Como bien entendía Emérito Quintana ( ver Libremercado,
11/12/17): “Todo el discurso en torno a la supuesta hucha alimentaba la idea de
que las pensiones funcionan como una especie de seguro, existiendo una relación
entre lo que se aporta y lo que se recibirá, lo que hace que la gente se
indigne al percibir una pensión mediocre ‘después de todo lo que ha cotizado’.
Pero esto es un gran engaño, nuestra pensión futura será la que los políticos de nuestros hijos y
nietos decidan que sea en el
futuro, en función de lo que haya entonces para repartir”. Una Seguridad Social
que, visto lo visto, ni es segura ni es social al tratarse de una “estafa
piramidal”. Por asociación de ideas, me viene ahora a la cabeza aquella
organización española creada por los sindicatos verticales franquistas
(contemplada en la Declaración II del Fuero
del Trabajo) que inicialmente se llamó “Alegría
y Descanso” (diciembre de 1939) y que poco más tarde cambiaría su
denominación por la de “Educación y Descanso” (punto XII de la Ley de Principios del Movimiento Nacional)
donde ni se educaba ni se descansaba, o sea.
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