--Supone usted bien, Paco.
--Y que le ha sustituido un
tal José Guirao.
--Sí, también me consta.
--¿Qué le parece ese tal Guirao.
--De momento no opino nada. Lo tengo en observación.
Paco, el peluquero, me pregunta si deseo un corte de pelo a la
parisién, como de costumbre. Le digo que sí con un leve movimiento de cabeza y
Paco ejecuta, toma la tijera y el peine y rastrilla mi cabeza con desenvoltura.
A Paco le conocí un día en el bar
La Flor de Gurí. Recuerdo que él tomaba una copa de anís Las Cadenas, de finísimo paladar, y
yo, en principio dubitativo, me decidí a tomar lo mismo que estaba tomando el
desconocido compañero de barra. Recuerdo, del mismo modo, que aquel raro
personaje ponía empinado su dedo meñique cada vez que usurpaba a la copa una
pequeña succión. Tenía, como digo, una uña muy larga, una práctica uña de todo
uso, como las navajas suizas. Comenzamos a hablar sobre algo que informaba la
televisión en aquel momento relacionado con la habilidad de un butronero para
penetrar en una platería.
--¡Hay que joderse!-- expresó con media sonrisa el compañero de
barra.
--Ya, ya…-- le contesté con
un cierto desdén y con los ojos puestos sobre el zapato acharolados de chúpame
la punta que había apoyado en un taburete. Pensé en si sería bailador de milongas. En la glorieta de
Bilbao se ve gente muy rara.
--Si lo desea, nos presentamos. Soy Francisco Meneses, pero todos
me conocen como Paco. Mucho gusto en conocerle.
--Lo mismo digo. José Ramón Miranda, a su disposición.
Paco me fue contando mientras me cortaba el pelo que solía ir al Café Comercial hasta que lo cerraron, y que lo habían vuelto a abrir pero que ya no
acudía. Se había encarecido y a los nuevos camareros les sobraba descaro y les
faltaba rendibú. Por la calle Fuencarral circulaba un río de gente que el
cliente, o sea, yo, podía ver a través del espejo e la barbería excepto cuando
Paco me ponía una mano sobre mi colodrillo para que pudiese rasurarme con el
aseo necesario la zona de la nuca con la navaja. Entonces yo sólo veía el
rodapié de la pared y algunos baldosines
hexagonales del suelo que parecía tuviesen muchos años. Una vez repeinado y más
bonito que un sanluís abandonaba el local de mi amigo Paco camino de la
atardecida. Los semáforos palpitaban como si la calle estuviese llena de substancia.
Entré en casa y acarreé una soledad que lo transformó todo en un descolorido desgarrón.
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