viernes, 15 de junio de 2018

Paco Meneses, esculpido a navaja


--Le supongo conocedor de que ya no está Màxim Huerta en el Gobierno.
--Supone usted bien, Paco.
--Y que le ha sustituido un  tal José Guirao.
--Sí, también me consta.
--¿Qué le parece ese tal Guirao.
--De momento no opino nada. Lo tengo en observación.
Paco, el peluquero, me pregunta si deseo un corte de pelo a la parisién, como de costumbre. Le digo que sí con un leve movimiento de cabeza y Paco ejecuta, toma la tijera y el peine y rastrilla mi cabeza con desenvoltura. A Paco le conocí un  día en el bar  La Flor de Gurí. Recuerdo que él tomaba una copa de anís Las Cadenas, de finísimo paladar, y yo, en principio dubitativo, me decidí a tomar lo mismo que estaba tomando el desconocido compañero de barra. Recuerdo, del mismo modo, que aquel raro personaje ponía empinado su dedo meñique cada vez que usurpaba a la copa una pequeña succión. Tenía, como digo, una uña muy larga, una práctica uña de todo uso, como las navajas suizas. Comenzamos a hablar sobre algo que informaba la televisión en aquel momento relacionado con la habilidad de un butronero para penetrar en una platería.
--¡Hay que joderse!-- expresó con media sonrisa el compañero de barra.
--Ya, ya…--  le contesté con un cierto desdén y con los ojos puestos sobre el zapato acharolados de chúpame la punta que había apoyado en un taburete. Pensé en si  sería bailador de milongas. En la glorieta de Bilbao se ve gente muy rara.
--Si lo desea, nos presentamos. Soy Francisco Meneses, pero todos me conocen como Paco. Mucho gusto en conocerle.
--Lo mismo digo. José Ramón Miranda, a su disposición.
Paco me fue contando mientras me cortaba el pelo que solía ir al Café Comercial hasta que lo cerraron,  y que lo habían vuelto a abrir pero que ya no acudía. Se había encarecido y a los nuevos camareros les sobraba descaro y les faltaba rendibú. Por la calle Fuencarral circulaba un río de gente que el cliente, o sea, yo, podía ver a través del espejo e la barbería excepto cuando Paco me ponía una mano sobre mi colodrillo para que pudiese rasurarme con el aseo necesario la zona de la nuca con la navaja. Entonces yo sólo veía el rodapié de la pared  y algunos baldosines hexagonales del suelo que parecía tuviesen muchos años. Una vez repeinado y más bonito que un sanluís abandonaba el local de mi amigo Paco camino de la atardecida. Los semáforos palpitaban como si la calle estuviese llena de substancia. Entré en casa y acarreé una soledad que lo transformó  todo en un descolorido desgarrón.

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