domingo, 20 de mayo de 2012

Réquiem por unos pueblos



Sonido de acordeón al otro lado de la puerta de la inmunda taberna llena de espantos, humo y rumor de gente escéptica y resignada. La vida en la mar se ha puesto imposible. El Gobierno dice, como un microsurco desgastado, que todo se va a arreglar, pero la realidad es diferente. En la calle, una moto de pequeña cilindrada desbarata el sosiego. En la barra del cuchitril, un anciano con facciones de suela de zapato trinca chacolí mientras observa callado cómo unos vecinos de mesa juegan a la garrafina. En las calles sueltas y brunas, la pena negra trocada en noche violeta ocupa los soportales con el capuz tétrico de la tribulación. Puntean nueve campanadas en el reloj de la iglesia. Todas las horas hieren, la última mata. No existe prisa por llegar a mañana. El desierto, ahí, es de agua,  de náufragos y de rumores silentes. Junto a la estufa de leña, Pedro Mari tienta en el acordeón el  zorzico “Neura maitia jeiki” con más pena que gloria. El anciano lía un cigarro de “ideales” con los ojos hundidos en el colodrillo. Un vapor de cabotaje hace sonar su chiflo cuando pasa cerca del Monte Ratón. El chirimiri parece que no moja, pero cala los huesos. El Gobierno dice que todo se va a arreglar, que siempre que llueve, escampa. Son farsas remachadas miles de veces en esos partes leídos por un locutor virtual que dan comienzo después de escuchar un clarín de órdenes que inmortaliza a los “gloriosos caídos por Dios y por España”. A los “gloriosos caídos”,  pero sólo de uno de los lados. La corneta  recuerda dos veces al día, en cada parte radiado, la hora que marca el reloj de la Puerta del Sol. El orto aparecerá dentro de unas horas por el sitio de costumbre.

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