Sonido de acordeón al otro lado
de la puerta de la inmunda taberna llena de espantos, humo y rumor de gente
escéptica y resignada. La vida en la mar se ha puesto imposible. El Gobierno
dice, como un microsurco desgastado, que todo se va a arreglar, pero la
realidad es diferente. En la calle, una moto de pequeña cilindrada desbarata el
sosiego. En la barra del cuchitril, un anciano con facciones de suela de zapato
trinca chacolí mientras observa callado cómo unos vecinos de mesa juegan a la
garrafina. En las calles sueltas y brunas, la pena negra trocada en noche
violeta ocupa los soportales con el capuz tétrico de la tribulación. Puntean
nueve campanadas en el reloj de la iglesia. Todas las horas hieren, la última
mata. No existe prisa por llegar a mañana. El desierto, ahí, es de agua, de náufragos y de rumores silentes. Junto a
la estufa de leña, Pedro Mari tienta en el acordeón el zorzico “Neura maitia jeiki” con más pena que
gloria. El anciano lía un cigarro de “ideales” con los ojos hundidos en el
colodrillo. Un vapor de cabotaje hace sonar su chiflo cuando pasa cerca del
Monte Ratón. El chirimiri parece que no moja, pero cala los huesos. El Gobierno
dice que todo se va a arreglar, que siempre que llueve, escampa. Son farsas remachadas
miles de veces en esos partes leídos por un locutor virtual que dan comienzo
después de escuchar un clarín de órdenes que inmortaliza a los “gloriosos
caídos por Dios y por España”. A los “gloriosos caídos”, pero sólo de uno de los lados. La corneta recuerda dos veces al día, en cada parte
radiado, la hora que marca el reloj de la Puerta del Sol. El orto aparecerá dentro de unas
horas por el sitio de costumbre.
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