Se encontraban Manolete y su
asistente, Chimo, en el Hotel Palace de Madrid. Y Manolete, reconcentrado en
sus ideas, permanecía taciturno y silencioso. Chimo, harto de tanto silencio-mudo (perdonen
el pleonasmo), le dijo a Manuel Rodríguez: ‘Maestro que bien se está callao’; a
lo que Manolete respondió: ‘mejor se está sin decir ná’. Chimo era su ayudante
personal, que no hay que confundir con su mozo de espadas, que lo fue Guillermo
González Luque hasta aquel 28 de agosto del cuarentaysiete. Contaba Manuel
Ramírez en un artículo del diario Abc (02/05/2001), “La fidelidad del mozo de espadas”, con motivo
de una entrevista reciente que le había hecho a Guillermo González, lo
siguiente: “Pero ya le conocía por el sepia de una foto de Cano que es historia
eterna de la propia fiesta. Está allí, en ese retrato, como tallado en madera:
camisa remangada por el sol fuerte del agosto andaluz, pantalones arrugados por
muchas horas de volante, de muchos sudores de callejón, de muchas angustias de
boca de burladero, mientras Manuel recorta su inmenso gesto de dolor en un
fondo de arena, tablas tatuadas con remates de pitones y bullicio de tendidos.
En momentos así, es importante el valor del silencio. (…) Él, Guillermo, tiene
el puño de su mano derecha metido en el muslo de Manolo queriendo hacer de
tapón de un cántaro de sangre que ha quebrado el agónico derrote de Islero.
Manolo, como tantas veces, le tiene echado el brazo por encima de los hombros.
Cantimplas, dibujando en su cara la mueca de la tragedia que se avecina, está
al otro lado, a la izquierda de Manolo; tras él, un jovencísimo Luis Miguel
pliega el capote con un rictus de impotencia; Chimo, el ayuda de Manolo, se ha
quedado petrificado a unos pasos; Gitanillo de Triana parece querer esconder su
rostro tras los cabos negros del vestío de Gabriel González; ‘Pepet’, monosabio
valenciano, quiere, como ‘Espaíta’, ser todo brazos para hacer tan sólo un
suspiro del trayecto a la enfermería y, para completar el encuadre, un empleado
de la plaza, gorrilla y camisola blanca como sus alpargatas, no sabe uno si
viene corriendo o el horror de la cornada le ha parado en seco”. Una foto, en
fin, siempre roba un paisaje y guarda eterno silencio. Los personajes plasmados
en ese color sepia casi siempre han desaparecido, o les hemos perdido la pista
definitivamente. Esas fotos suelen tener el color del último resplandor en el
ocaso, suelen permanecen guardadas en una caja de hojalata que antes contuvo
carne de membrillo y las aireamos cuando, al hacer limpieza de cajones, la
abrimos como si fuese una exhumación de restos. Las fotos olvidadas las
volvemos a manosear como si fueran
cartas para jugar a la brisca las tardes de tedio. Ahora cuenta la prensa que
determinados vagones del AVE van a ser silenciosos, con luz más tenue y sin
bullicio de niños ni esas conversaciones con móviles que dan tres cuartos al
pregonero y de las que se entera todo el
vagón. Hay que empezar a valorar el silencio y bajar el tono de voz. Los
españoles somos una máquina de hacer ruido. Hay otros silencios, muy
elocuentes. Tal fue el caso de Sabino Fernández Campo, que valía más por lo que
callaba que por labor diaria al lado del Rey, que fue impagable.
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