Todo está preparado para el
Funeral de Estado de Adolfo Suárez. Un acto más de hipocresía en memoria de un expresidente silenciado
durante muchos años y sobre el que ahora se escribe y se habla como si hubiese sido
el Cid Campeador, aunque en algo sí se le parece: triunfó después de morir.
Contaba Antonio Gala en su artículo “Mi 23 de febrero de 1981”, dentro de su sección
“En propia mano”, que “ahora se habla mucho de ese día. Quizá si se hubiese
hablado antes más, mejor y más alto, se hablaría ahora menos”. Pero en España,
en su día, no se quiso tirar de la manta por no sacar a flote toda la mierda de
una “trama civil” de la que nada se sabe y todo se sospecha. Había demasiados
intereses en juego, demasiados tipos miserables y no menos cobardes “que ponían
cara de viudo cuando estaban por dentro frotándose las manos”. Pero la
democracia se instauró en España gracias a los españoles del común, esa gente
anónima que se ha arruinado a costa de un Estado, pero que intenta sobreponerse
entre tanto patrioterismo de opereta y a pesar de sus tejemanejes. Son los
mismos cofrades que ahora, ya fallecido Suárez, elevan la peana con la Corona. Y los herederos
de los dueños del cotarro de ayer desean ahora, después de tantos años
transcurridos, que las chabolas no se vean, que las manifestaciones de protesta
no se hagan en el centro de Madrid y que se consuma más pese a los recortes en
salarios. Esos mezquinos, que se defecan sobre los organigramas y que no ven
más allá de la ansiada puerta giratoria de sus entretelas, hasta se permiten
poner en duda los informes de Cáritas. ¡Vaya tropa!
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