Creo que nos hacemos viejos
cuando sentimos placer por releer aquello que ya hemos leído varias veces pero
que tiene algo, no sé qué, que nos atrae como un imán. Entre esas relecturas me
inclino por leer a Antonio Díaz-Cañabate, que no fue un escritor al uso sino un
tertuliano amante de los toros que supo rodearse de amigos de grata compañía y
que contaba ocurrencias que, de no haber sido así, se hubieran hundido en el
pozo del olvido. Díaz-Cañabate, primo carnal de Antonio Garrigues, era de una
edad aproximada a la de mi abuelo materno, ambos nacidos a finales del s. XIX.
Sus crónicas taurinas en el diario ABC no las consiguió igualar ni el gran
Vicente Zavala. Gustaban hasta a aquellos lectores a los que no les agradaba lo
relacionado con la fiesta brava. Pues bien, corría el año 1942, se había
acabado la guerra civil y Madrid era una ciudad gris y con hambruna. A mi
entender, hubo media docena de personas que conocieron como nadie ese Madrid
profundo que sólo se echaba de ver a fuerza de desgastar suela de zapato:
Mesonero Romanos, Alejandro Sawa, (ese
Max Estrella en “Luces de bohemia” y que Pío Baroja lo recuerda en “El árbol de
la ciencia”, que murió ciego, loco y hundido en la miseria el 3 de marzo de
1909 en la madrileña casa de Conde-Duque, número 7), Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Francisco Umbral y
Antonio Díaz-Cañabate. En “Historia de una tertulia” (Espasa-Calpe, 1ª ed.,
Madrid, 1978) todo gira, primero, alrededor del Café Kutz, “donde los camareros
no eran modelo de cortesía”, y más tarde en el “Lyon d’Or”, donde uno de sus
propietarios, Antonio Gallardo, proporcionó a los tertulianos “un saloncito
para nosotros solos, simple de decoración, con unos grabados decimonónicos, una
gran lámpara antigua, que, por cierto, una noche se desplomó sobre el pavimento
en ocasión de que aún no había llegado nadie, unos divanes tapizados en tela
verde y un gran espejo”. Lleva prólogo
de Francisco Umbral, donde éste cuenta:
“Una vez, Díaz-Cañabate estuvo en Valladolid dando una conferencia, y a mí me
gustó ver aquel señor tan señor, que
sabía de todo escribía sus cosas en una máquina vieja del Casino de Madrid y
era para mí uno de tantos modelos de escritor libérrimo, independiente, bohemio
y con capa”. Otra de sus obras, “Historia de una taberna” (en colección
Austral) contiene prólogo de Andrés
Amorós. En las páginas 249-254, “Comer de fonda”, Cañabate hace referencia a la
“Fonda de los Leones de Oro”, donde añora no haber podido dormir nunca aunque
sí comer, “cuando comer de fonda era un acontecimiento inusitado. (…) Entonces,
en España, se comía copiosamente. Para comer tres platos en cada comida no se
necesitaba más que ser jefe de negociado de tercera clase con un sueldecito de
unos miles de reales al año. Entonces
todavía se ataban las servilletas al cuello, unas servilletas amplias
que cubrían todo el torso, incluso los torsos de las señoras, que con aquellos
corsés adquirían proporciones gigantescas…”. Noviembre. Nada como poder leer
aquello que nos entretiene. En la calle empieza a hacer frío, cae la noche y es
mejor tomar un sorbo de vino peleón en un intento vano de disipar el esplín de
un año que se marcha sin decir adiós, como el sol entre la nava, y con más pena que gloria.
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