Faltan sólo unas horas para que
los catalanes que así lo deseen puedan expresar su voto en unas urnas de
cartón. Les aseguro, y nunca he tenido tan claro un pronóstico al estilo del mago
Carag, que los catalanes son inteligentes y sabedores de que fuera de
España y de la CE
son menos que nada. Cero patatero, que diría Aznar. Por decirlo de una manera suave, como el país del cuento del
Gato con Botas convertido en Marqués de Carabás. Deberíamos empezar
a ser serios si tenemos la pretensión de que el resto del mundo nos mire de
cerca, sin anteojos, sin mascarillas y sin echarse la mano a la cartera. Los
españoles estamos hartos de que todo vaya mal por mucho que el partido que
apoya al Gobierno, y el propio Gobierno, consideren que los datos
macroeconómicos van mejor que antes. ¿Qué antes de qué? En la carta del “Restaurante Rajoy”, que no es cosa
distinta a un triste cuchitril de carretera secundaria, se presenta
a los comensales un villagodio cuando
en el plato que nos sirve el camarero sólo hay un par de ancas de rana. Y como
el hambre cunde, trataré de explicar qué es eso del villagodio. Hay dos versiones distintas. Una de ellas hace
referencia al marqués de Villagodio,
muy aficionado a los toros, hasta el punto que fundó una ganadería y una plaza
de toros en el barrio bilbaíno de Indauchu. Pero sus toros resultaron ser
mansos y sin casta. En la inauguración de la plaza, el público se indignó y
lanzó almohadillas al ruedo. Desde entonces se habló del “marquesito”, cuyos toros sólo servían para carne. La otra versión,
más creíble, es la de Manuel Martín
Ferrand. Contaba mi admirado periodista, y así lo dejó escrito (“El
almirez”, XLSemanal, 30.06.2006) que Indalecio
Prieto, donde en La Voz de Vizcaya fue taquígrafo, adquirió mucha
sabiduría gastronómica. Reproduzco parte del texto:
“A decir de Álvaro Cunqueiro -escribe Martín
Ferrand refiriéndose a don Indalecio- llegó a ser el hombre mejor alimentado de
la izquierda española. (…) Siguiendo la costumbre, acudió a la plaza de toros
de Vista Alegre. Se lidiaban toros de la ganadería que había fundado y mimado
el marqués de Villagodio. Los toros no lucieron ni casta ni trapío y, airado,
el que después fue ministro de Hacienda con Manuel Azaña se fue a merendar con
unos amigos a la ya desaparecida, pero legendaria, Casa Luciano, en el casco
viejo. ‘Quiero –le dijo al camarero- un trozo de buey así de grande’, y abrió
los brazos hasta ponerlos en cruz. (…) Así nació el famoso villagodio, (…) una
chuleta de buey, o de vaca, de no menos de cuatro centímetros de alto y más de
tres cuartos de kilo”.
Pues bien, se acabó la Transición, la Segunda Restauración
y la Constitución
del 78 se ha quedado vieja. La Primera
Restauración supuso el regreso de la Casa de Borbón en la persona
de Alfonso XII y el sistema
bipartidista (Conservador y Liberal) en alternancia en el poder. Se pasaron por
el arco del triunfo aquellas palabras
de Juan Prim: “Los Borbones nunca
más”. La segunda Restauración, ídem del lienzo: un rey, Juan Carlos I, impuesto por el dictador Franco (por mucho que digan los que pretenden que nada cambie que
el rey iba en el lote aquel frío 6 de diciembre de 1978) y dos partidos
repartiéndose el cotarro, ora PSOE, ora PP. Una cosa sí sabemos: cómo terminó la Primera Restauración.
¿Se lo recuerdo? Recurriendo Alfonso
XIII a la dictadura de Primo de
Rivera para “salvar” (¡qué
inocente!) aquel sindiós de caciquismo rural y corrupción política. ¿Y el
resultado? El Pacto de San Sebastián,
unas municipales, y el rey embarcando en Cartagena camino del destierro. Y más
tarde nos vino Juan de Borbón Battenberg, el mismo tipo que en el Hotel La Perla de Pamplona se vistió de mono azul y
boina roja, con los derechos dinásticos y todas esas sandeces trasnochadas.
¿Derechos dinásticos transmitidos por un rey fuera de juego? El que fue a
Sevilla perdió su silla. En fín, mañana será otro día.
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