Uno de aquellos clientes del bar era luctuoso
y tétrico. Tenía catadura de suela de zapato de goma, peinado uniforme y
lustrado con brillantina, además de raya en el pelo esculpida a tiralíneas, de
tal guisa que le dividía la tapa de los sesos en dos meridianas mitades, donde
podía otearse una bien parcheada fontanela además de un colodrillo oviforme.
Era la viva esencia de aquel Sacamantecas
que, según contaban, asustaba a los niños vaporosos, tenues y flacos de aquella
mohína, zangarriana y flébil generación. En la sinfonola de aquel guariche
sonaba ahora “Verde, que te quiero verde”
en la voz de Manzanita. Pedí la
camarera una copita de Calisay y me
la sirvió en copa de balón entre la cortina de humo de cigarrillos. Cuentan que al genuino Sacamantecas nadie lo llegó a ver ni de cerca ni de lejos. Quedó
constancia en los anales policiales, acabada la guerra civil, de dos individuos
de características patológicas parecidas al retrato robot ideal que cada chico
pudo programar en su cacumen sin corregir ni aumentar. Claro, que echando la
imaginación a volar podían verse gigantes donde sólo existían molinos de
viento. Pero el Sacamantecas inexistente,
aquel que produjo miedos sin cuento a todos los impúberes de mi generación,
creó escuela y, como sucede con todo, le salieron imitadores.
--Me tomaría una copa contigo, pareces un
buen tipo.
--Bueno.
Aquella mujer con el pelo del color de la
zanahoria se sirvió un cointreau con
hielo y pretendió darme conversación sin conseguirlo. Era parte de su trabajo.
Esa noche descubrí por un espejo que había detrás de la balda de las botellas
que la camarera llevaba un pequeño tatuaje en la nuca en forma de culebrilla.
Parece ser que uno de aquellos concurrentes, reducido por la Guardia Civil, dijo
en su día ser y llamarse Benito
Mingorance, natural de Torremolinos y muerto de garrote vil en 1958. Otro, Francisco Leona, era natural de
Lanjarón. Le condenaron en 1953
a tres penas de muerte por ejercer de curandero, sacamantecas y hombre del saco, y por no
haber sentido un postrero arrepentimiento de sus fechorías. Hubo otro fulano,
apellidado Rico, muerto en plena
calle de un infarto de miocardio, que no fue sacamantecas del todo y que, al parecer, nada tuvo que ver con un
alevoso descuartizamiento de niños. Eso sí, parece que intentó acabar con la
vida de su mujer, aplicándole casi con acierto una fórmula magistral hecha con
ruda, alcanfor y otros ingredientes deletéreos. Ésta se curó sin secuelas, según
ponía a doble página en La linterna.
Me marché después de haberme subido la solapa de la gabardina. El empedrado de
la calle estaba húmedo por el relente nochernigo. Unos gamberros brincaban en
un vano intento de tocar los baldosines de un anuncio de Nitrato de Chile. En vista de que no llegaban, decidieron darle
patadas a una caja de cartón.
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