Hace ya bastantes años, con motivo de haber sido ganador del
Premio Teruel de Relatos con mi
trabajo “Aquel verano, entre el tío del
fagot y el árbol de las genealogías”, el entonces director de Diario de Teruel, Carlos Hernández, me ofreció una colaboración semanal en su
periódico. La contrapartida a tales colaboraciones quedó fijada en que yo
recibiría su diario en casa por correo
ordinario, es decir, con algún día de retraso. Y así quedamos. Bajo el título
genérico “De bote y voleo” cumplí con
mi cometido semana tras semana. Pero todo se fue al traste de la forma más
tonta el día que le envié mi trabajo “Áspera
belleza”, donde venía a decir que, a mi entender, pese a lo que relató con
su potencia dramática el castizo Eugenio
Hartzenbusch, los Amantes de Teruel no llegaron nunca a ser amantes de
verdad, en función de lo que en la actualidad se entiende por amantes. Esa
leyenda, según Menéndez Pelayo, es
de mediados del siglo XVI y parece que se trata de una fiel copia del relato “Giromalo y Salvestra”, de Bocaccio. Lo cierto de ese asunto es
que en 1555 se encontraron en la turolense capilla de San Pedro dos cadáveres
momificados y con sus manos entrelazadas. Y a partir de ese momento se tejió la
historia de una muchacha rica, Isabel de
Segura, y un mancebo pobre, Juan
Diego Martínez de Marcilla, que se marchó por el mundo en busca de fortuna.
Pero por culpa de la reina mora de Valencia regresó un día después de lo
convenido, o sea, de la fecha en la que ella se casaba con otro hombre. Juan
Diego se ocultó bajo el lecho conyugal y a eso de la media noche, cuando el
marido cayó rendido por el sueño, o por el vino de Cariñena, salió de debajo de
la cama y pidió a su amada el último beso. Ella se negó. Él murió al punto y al
día siguiente, durante los funerales, Isabel le dio a Juan Diego el beso que le
había negado en vida. Y de inmediato cayó muerta sobre el féretro. Fueron
enterrados juntos. Siglos más tarde, Juan
de Ávalos realizó un bello mausoleo en mármol blanco. Carlos Hernández,
como digo, se negó a esa publicar esa colaboración mía, le llamé por teléfono y
éste me dijo que él formaba parte de no sé qué patronato de los Amantes, etc.
Le dije que ya no le mandaría más colaboraciones; y él, en absoluta
reciprocidad, dejó de enviarme el periódico.
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