Leo en el diario ABC
un suelto donde se señala: “La Guardia Civil
podría patrullar… ¡En bici!”. Hombre, eso no es nuevo. Ya en los años 50 del
pasado siglo el cuartelillo de la
Benemérita de mi pueblo recibió unas bicicletas destinadas para
uso de la pareja en correría. Eran unas bicis de la marca Orbea, pintadas de gris, el color neutro por antonomasia, y dotadas
de unos enganches bajo la barra central con el fin de poder sujetar el fusil de reglamento. Lo malo
vino cuando a determinados guardias civiles hubo que enseñarles a guardar el
equilibrio para mantenerse con cierta dignidad sobre aquellos biciclos. Y ahí
los veías: uno de ellos sujetando por el sillín al otro y a punto de quedarse
sin riñones. Enseñar a montar en bici a un guardia civil con el tricornio con
cogotera sobre la cabeza, el barbuquejo arriado sobre la barbilla, el correaje,
el nueve largo, que pesaba lo suyo, y el fusil adaptado bajo la barra central
con el ánima estriada apuntando hacia delante no era nada sencillo. Desde la
ventana de la casa-cuartel, las mujeres de éstos les animaban en su recorrido
en redondo por la pequeña plazoleta.
--¡Ya casi sabes, Manolo!
Tú mira hacia delante, pon el cuello derecho y la cabeza mirando a la rueda
delantera, como hago yo en la máquina de coser…
Los niños dejaban de jugar a la pelota y miraban llenos de
asombro cómo, pese al interés que mostraba el guardia, no terminaba de pillarle
el chiste a aquel artilugio que a todas luces le hacía sentirse ridículo. Los
agricultores pasaban con sus carros y mulas por la carretera empedrada que
quedaba próxima a la plazoleta sin atreverse a soltar sonoras carcajadas por
miedo a posibles represalias. En aquella ocasión, como el que estaba
aprendiendo a montar era el cabo, en vez del fusil había colocado el subfusil naranjero, modelo Coruña MP 28, que era más corto y pesaba
menos por llevar camisa agujereada. Pero decía al otro guardia, al que le
sujetaba por el sillín, que le molestaba el cargador ladeado en la izquierda
porque le rozaba en la rodilla. Pero el cabo tenía miedo a caerse de la bici.
Sabía que Durruti había muerto por
culpa de un naranjero de la forma más tonta. Su naranjero, el de Durruti,
llevaba un seguro de transporte en la parte inferior, ya que en esa metralleta
el cierre discurre libremente por el tubo del conjunto del cierre y que sólo
lo mantiene en posición atrasada el pestillo que se suelta tras accionar el
disparador. Como consecuencia de ello, un golpe no muy fuerte hizo retroceder
la gran masa del cierre, que no llegó al final y quedó trabado por el pestillo,
siguió su camino hacia delante, arrastró un cartucho a la recámara y por su
disposición lo disparó. Era la una de la tarde del 19 de noviembre de 1936 en
la calle Isaac Peral, durante la feroz ofensiva en la madrileña Ciudad
Universitaria. Herido en el pecho, Durruti fue llevado al Hotel Ritz, muriendo a las cuatro de la madrugada del día 20. La
autopsia demostró que había muerto como consecuencia de una bala del calibre 9
largo, las mismas que utilizaban los naranjeros como el que él llevaba, que se
le cayó dando con la culata de madera en el suelo, se disparó el arma y una
bala le entró por el tórax. Poco menos
de tres horas más tarde de su fallecimiento era fusilado el fundador de Falange Española en la prisión de Alicante. Ignoro si
aquel cabo de la Guardia Civil
consiguió aprender a montar en bicicleta. Le perdí la pista. Pero en cualquier
cabeza cabe que no es lo mismo mantener el equilibrio sobre dos ruedas con aseo
y aire marcial que darle al pedalier de una máquina Singer para remendar un calzoncillo, por mucho que en la fachada de
la casa-cuartel pudiera leerse: “Todo por
la Patria”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario