Confiar en que el turismo extranjero siga llegando a
nuestras playas para crear nuevos puestos de trabajo de camareros y mozos de
hotel es arriesgado. Basta con que cambien los gustos, que se produzcan actos
terroristas, o que los turistas se marchen escaldados por los abusos hosteleros para que los datos que
ahora nos ofrece pomposamente Mariano Rajoy se troquen en angustiosa
desazón. Dicen las estadísticas que Orense sigue a la cola en tasas de
actividad. Tiene su explicación: el oficio de afilador y paragüero está en su
crepúsculo. Es una broma. En España se da la paradoja de que baja el desempleo y baja a la
vez el número de empleados. La razón es que en este país hay ahora casi 500.000 personas menos que cuando
consiguió mayoría absoluta el PP el 20 de diciembre de 2011; y, además, posteriormente
se modificaron los criterios (a beneficio de inventario propagandístico de la
derechona) para que alguien pudiese ser considerado trabajador en activo. Pero
los datos en el segundo trimestre de 2015 de la EPA
señalan que existe una tasa de actividad del 59’79% y una tasa de paro del 22’37%
en esa clasificación de ocupados,
activos, parados e inactivos. Lo que sucede es que en este país habría que
distinguir de forma diáfana la diferencia existente entre el parado y el
inactivo. Los parados (activos) no tienen trabajo, están en edad de trabajar y
lo buscan. Los inactivos, en cambio, son aquellos individuos que no buscan
trabajo por la sencilla razón de que no quieren trabajar. Es decir, que por más
que nos empeñemos en reducir las cifras de desempleo, siempre existirá una
población (posiblemente cercana al 6 %) que no está dispuesta a dar un palo al
agua. Y decía individuos porque no es
lo mismo ser persona que individuo, sino persona que sujeto responsable. Pretender
vivir del Estado de forma parasitaria a
base de subsidios y prestaciones no contributivas, comedores sociales, Cáritas,
etc, estando en edad de trabajar siempre va en detrimento de la dignidad de la
persona. Pero el Estado, consciente de que no puede situarse por encima de la
dignidad humana ni usurparla, por muy irresponsable que sea el individuo en
cuestión, tiene regulados unos mecanismos para casos de necesidad acuciante y
su deber es aplicarlos. Esa es una de las bondades de la democracia.
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