Exuperancio Véspora
Navascués, soltero por vocación, siempre aparecía por casa a eso de las
diez de la noche. Aparcaba la bicicleta en el porche de la entrada, tocaba el
timbre y, cuando le abríamos la puerta, saludaba con un “a la paz de Dios”.
Exuperancio Véspora Navascués nos transmitía con su mano el frío que hacía en
la calle y nos adelantaba que esa noche iba a caer una helada tremenda. La
noche estaba rasa y estrellada. Siempre acertaba con su pronóstico. Le
invitábamos a que se sentase en una silla y a que permaneciera en silencio
mientras veíamos la televisión. Pero la televisión no se veía todos los días. A
veces se movía la antena por el viento y sólo aparecía nieve y ruido sobre la
pantalla. Mi padre decía que el cierzo habría tirado el espejo de La
Muela. Mi padre llamaba espejo al repetidor
que mandaba la señal al valle del Jalón. Pero a Exuperancio no le importaba
demasiado que esa noche no se viese la televisión. Exuperancio sólo hacía
tiempo a que comenzase su labor de panadero, que era las dos de la madrugada.
Mis padres se iban a dormir y a mí me tocaba estar con él hasta que éste
decidía marcharse. Y así un día tras otro. Llegaba un momento de la noche en el
que yo, derrotado por el sueño, me acomodaba en el sofá y cerraba los ojos.
Pero Exuperancio tomaba una revista y leía los ecos de sociedad. Corría 1961.
Cuando al fin se marchaba, rayando la una y media de la madrugada, se iba muy
instruido sobre una cena de gala con Rainiero
de Mónaco como protagonista, la evacuación de Leopoldville por las tropas
belgas, la concesión del Premio Nobel de
Física al doctor Donald A. Glaser,
la llegada a España de los reyes de
Tailandia y el triunfo de Sarita
Montiel en el Teatro Avenida.
Sobre las doce y media de la noche retumbaba toda la casa al paso del expreso Costa del Sol a toda velocidad.
Exuperancio Véspora Navascués era miembro de Acción Católica, estaba apuntado a la Adoración Nocturna en la
parroquia y tenía una hermana monja. En la solapa de su chaqueta siempre
llevaba una insignia de nitrato de Chile.
Algunas noches nos traía una botella de vino rancio de las que ponía en el
tejado para que le cambiase el color. No había modo de beber su contenido
rancio y desagradable y al final siempre terminaba en la basura. Pasados unos
días, Exuperancio nos amenazaba con traer otra botella. Todos los de casa nos
mirábamos de reojo y callábamos como si hubiese pasado un ángel. Y a los pocos
días aparecía con otra botella del mismo vino rancio y del mismo tejado. La
dejaba sobre la mesa de la cocina y entraba en el cuarto de estar dispuesto a
ilustrarse con las revistas que tuviese a mano. Igual le daba Hola, Diez Minutos, Jano o Minutos Menarini. La cosa era ponerse al
día. El New York Daily News informaba
en un telegrama fechado en Roma que “es posible que el rey Balduino de Bélgica abdique a final de año, para convertirse en
monje trapense”. A Exuperancio Véspora Navascués le pilló un camión de gaseosas
echando marcha atrás y lo facturó al hospital. Aquello fue como un escarmiento.
No murió, pero desde entonces existió menos. Algún domingo por la tarde iba a
visitarle a su casa. Y allí estaba, sentado en un sillón de mimbre escuchando
un picú o leyendo el horóscopo del 7
fechas. En el tejado de su casa dormían las botellas de vino el sueño
profundo de un faraón en la pirámide.
Por la calle domingueaban todos los caudillos agrarios camino del Ideal Cinema con cierta presteza para no
perdese el No-Do.
No hay comentarios:
Publicar un comentario