Ayer regresaba de pasar una semana en Collado-Villalba. En
el tren de cercanías hacia Madrid, ya de regreso a Zaragoza, pude ver llegando a Torrelodones, o por Las
Matas, una boina amarilla que cubría todo Madrid como un baldaquín. Como aquel
palio de tela amarilla que siempre le ponían sobre la cabeza a Franco cuando entraba en los templos. No
sé cómo se podrá vivir en la Capital
de España dentro de pocos años si no se toman medidas serias contra la
contaminación. En Collado-Villalba no hay polución. Se respira aire de la Sierra de Guadarrama y se
nota más brío en el cuerpo. Es como si a los ciudadanos que visitamos esa
ciudad al menos una vez al mes, como es mi caso, nos dieran un chute de
octanaje de no sé qué que nos colorease los hematíes hasta dejarlos de color
rojo-navidad. Debo volver pronto, para quitarme ese polvo de mariposa que las grandes
urbes producen. Y allí, a pocos kilómetros en línea recta, dejé la vista del
paraje de Cuelgamuros, que veía todas las mañanas desde mi habitación abuhardillada
cuando descorría la cortina. Hubiese preferido ver El Escorial, pero para ello
hubiese sido necesario pasar de largo dos estaciones (San Yago y Las Zorreras)
en dirección a Ávila. Pero no quiero hoy comentar mi última estancia en Collado-Villalba,
ciudad que tanto me atrae. Hoy quiero referirme al barrendero de bronce
existente en la Plaza
de Jacinto Benavente, en Madrid. Está bien que se haya reconocido su trabajo
ingrato y poco valorado. Se trata de una escultura de de Félix Hernando, que representa a un barrendero de la pasada década
de los sesenta. Se colocó siendo alcalde Álvarez
del Manzano en 2002 y cuentan que tuvo como modelo a Jesús Moreno, el barrendero más veterano, ya que comenzó su trabajo
en 1953 como “llavero”, que era el oficio de aquel que tenía como misión abrir
las bocas de riego para limpiar las calles con manguera. En aquel año (2002)
pasó a ser encargado del Servicio Municipal de limpieza. Según el diario El País (9/12/13) “el encargo vino de la Concejalía de Limpieza
del Ayuntamiento de la que se encargaba Alberto
López Viejo; hoy imputado en la trama
Gürtel. Félix no se explica de dónde pudo salir la leyenda del barrendero
Jesús. Él lo tituló con un nombre más aséptico: Barrendero madrileño 1960. Aunque se inspiró en el rostro de un
empleado de limpieza que conocía. Tal vez el equívoco pudo venir por
el grabado de su cepillo donde se lee: Fundición
José Moreno. Así, es posible que alguien leyera mal esta inscripción y le
asignara un nombre diferente”. La semana pasada, al ver de nuevo la estatua de
bronce del barrendero de la
Plaza de Jacinto Benavente, que ya conocía, me llevé una
grata sorpresa. Los barrenderos eran dos. Uno frente a otro. Les hice una foto
y me acerqué para comprobar que no veía doble. Y toqué la chaqueta del
advenedizo. Noté que era de tela y que tanto el traje como sus zapatos, su
rostro y sus manos llevaban impregnado un baño dorado. Al permanecer inmóvil
daba el pego. De pronto me miró con una pícara sonrisa. Era un madrileño que se
ganaba la vida de esa manera. Me hice una foto con él, le eché una moneda a un
cubilete que tenía a sus pies y me marché calle Atocha abajo (y nunca mejor
dicho) no sin antes detenerme en la parroquia de San Sebastián, donde el 19 de
mayo de 1861 contrajo matrimonio Gustavo
Adolfo Bécquer con Casta Esteban.
Existe otra escultura curiosa, en este caso de Julia, en la calle del Pez, junto al Palacio Bauer, del escultor Antonio Santín e inaugurada en 2003,
que representa a una joven, se supone que alumna de la Universidad Central
de la calle San Bernardo, apoyada en la pared con varios libros en los brazos.
Pero dejo esa historia para otro día.
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