Si algo es español, pero español, español, es el
mondadientes, ese palillo que muchos ciudadanos se ponen entre los labios y se
pasan de un lado al otro de la boca con pericia y con la sola ayuda de la
lengua, que ejerce de conductora. Ya lo decía Julio Camba: “Yo creo que el español concibe mejor el palillo de
dientes sin comida que la comida sin palillo de dientes. Poniéndose a hurgar y
hurgar con un palillo de dientes en la dentadura, malo será que al fin y a la
postre no se acabe por pescar algo. Por lo menos se mastica, se estimula la
salivación, se entretiene el hambre y se cubren las apariencias”. A los españoles
se les puede ver en los cafés de los casi abandonados pueblos, tanto da en los Monegros como en
La Alcarria, en Los Ancares como en La Maragatería, echando una partida de
cartas y cantando las veinte o las cuarenta sin que el palillo se mueva de su
sitio del extremo de la comisura de los labios, generalmente de los llamados
planos, y la colilla del cigarro de “caldo”
en el otro lado. Hay dos cosas en España de las que se puede presumir: de
llevar el mondadientes en la boca toda una tarde y de saber beber en porrón con
sólo sacar hacia afuera el labio inferior al estilo de los niños cuando hacen “pucheritos”,
o sea, ganas de llorar. En el arte de saber beber en porrón fue un maestro Paco Martínez Soria; que, tras echarle
a la oficina de las tripas una buena tragantada de vino peleón, hacía un giro
de muñeca majestuoso, (sólo comparable al giro de muñeca de las pajilleras de
Chapina, con y sin cascabeles) dejando el pitorro ladeado, siempre vuelto a la
derecha y sin dejar escapar una gota. Hay cosas que forman parte consustancial de
nuestra esencia carpetovetónica. ¡Qué le vamos a hacer! “Por lo demás, –seguía contando
Camba- hay mondadientes y mondadientes. No es que yo me crea a pies juntillas
la historia del caballero que habiendo pedido un mondadientes en el restaurante
tuvo que esperarse un buen rato porque de momento no quedaba ninguno libre”.
Hombre, ya puede ser cuando se le toma vicio. El palillo de dientes es un adminículo casi
tan ventajoso como la navaja suiza que incluye un ramillete de artilugios
útiles. ¡Qué digo!, casi tan útil como la larga uña del chino que regenta un bar
en mi calle, dura como el carey y con la que transmite magnetismo a los
parroquianos cuando le piden en la barra un chato de vino, no sé muy bien si
por calmar el jodido secaño o por
aquello del consolatrix affictorum que
siempre se busca como remedio de la soledad.
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