lunes, 14 de enero de 2019

La lenta muerte de las librerías



No pasa día sin que nos enteremos del cierre de una librería. La última ya anunciada es la madrileña Librería Moya, en la calle Carretas, 29, creada en 1862. Como recordaba ayer el diario ABC entre sus páginas, “Nicolás Moya tenía 24 años cuando se lanzó a materializar su idea después de trabajar en otras librerías. Por aquella fecha, Madrid tenía por ilustre huésped en la fonda de La Vizcaína de la Puerta del Sol a Hans Christian Andersen.   Décadas después, el prestigio que entre los científicos alcanzó la librería llevó a doctores de la talla de Letamendi y del propio Ramón y Cajal a querer que Moya les editara sus publicaciones. Animado por el éxito, amplió sus miras empresariales añadiendo una imprenta a su negocio. En ella, además de publicar las novedades médicas que demandaban los estudiantes del cercano Real Colegio de Medicina y Cirugía de San Carlos (en Atocha), se encontraban las únicas traducciones científicas extranjeras”. La gente ya no desea comprar libros, que se llenan de polvo, que ocupan espacio en las estanterías y que nunca son devueltos cuando se prestan. A la Librería Moya se le están muriendo los parroquianos. Y se dice que ahora, por encontrarse en liquidación, pueden adquirirse importantes volúmenes especializados difíciles de encontrar a precios asequibles. Todo acaba alguna vez. Todo tiende a la estratificación. La cuesta de Moyano,  a no mucho tardar, dejará de vender libros de segunda mano para ofrecer al viandante teléfonos móviles y todo tipo de adminículos electrónicos de diverso manejo. La lectura es un vicio a erradicar. Ya da igual escribir relatos que confeccionar buñuelos de viento. Las páginas desencuadernadas de los libros con tapas de cartoné pronto serán hojas volanderas de color sepia que se confundirán con las hojas otoñales que se arremolinan en los parques junto a fuentes decimonónicas, que tampoco lanzan agua ni lucen su esplendor. Es el signo de los tiempos.

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