No pasa día sin que nos enteremos del cierre de una
librería. La última ya anunciada es la madrileña Librería Moya, en la calle Carretas, 29, creada en 1862. Como
recordaba ayer el diario ABC entre
sus páginas, “Nicolás
Moya tenía 24 años cuando se lanzó a materializar su idea después de
trabajar en otras librerías. Por aquella fecha, Madrid tenía por ilustre
huésped en la fonda de La Vizcaína de
la Puerta del Sol a Hans Christian
Andersen. Décadas después, el prestigio que entre los
científicos alcanzó la librería llevó a doctores de la talla de Letamendi y del propio Ramón y
Cajal a querer que Moya les editara sus publicaciones. Animado por el
éxito, amplió sus miras empresariales añadiendo una imprenta a su negocio. En
ella, además de publicar las novedades médicas que demandaban los estudiantes
del cercano Real Colegio de Medicina y
Cirugía de San Carlos (en Atocha),
se encontraban las únicas traducciones científicas extranjeras”. La
gente ya no desea comprar libros, que se llenan de polvo, que ocupan espacio en
las estanterías y que nunca son devueltos cuando se prestan. A la Librería Moya se le están muriendo los
parroquianos. Y se dice que ahora, por encontrarse en liquidación, pueden
adquirirse importantes volúmenes especializados difíciles de encontrar a
precios asequibles. Todo acaba alguna vez. Todo tiende a la estratificación. La
cuesta de Moyano, a no mucho tardar,
dejará de vender libros de segunda mano para ofrecer al viandante teléfonos
móviles y todo tipo de adminículos electrónicos de diverso manejo. La lectura
es un vicio a erradicar. Ya da igual escribir relatos que confeccionar buñuelos
de viento. Las páginas desencuadernadas de los libros con tapas de cartoné
pronto serán hojas volanderas de color sepia que se confundirán con las hojas
otoñales que se arremolinan en los parques junto a fuentes decimonónicas, que tampoco lanzan
agua ni lucen su esplendor. Es el signo de los tiempos.
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