Vicente
Calatayud Maldonado, catedrático emérito de Neurocirugía de
la Universidad de Zaragoza, comenta hoy en El
Periódico de Aragón, que “estamos
llegando a lo que Ortega y Gasset
llamaba hiperdemocracia donde ser de
izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre
puede elegir para ser imbécil; ambas en efecto son formas de una parálisis
moral, cuya naturaleza radica en la irresponsabilidad con que manejan ideas que
no han creado ni cultivado, pretendiendo transmitirlas con una deformación
ideológica difícilmente reparable. Vivimos una especie de hiperdemocracia, donde la parte de la sociedad definida como progresista,
impone scrachalmente, su voluntad mayoritaria, su débil democracia y un
posmodernismo intenso sin género, sin litaciones biológicas ni éticas,
adecuadamente subvencionado en centros docentes públicos y privados”. Vicente
Calatayud Maldonado, dijo en su última
clase, en 2005, que se sentía un “quijosancho” y afirmó que
don Quijote no habría
aceptado jamás listas de espera en un ambulatorio o un hospital. A mi entender,
España es una democracia manifiestamente mejorable. Aquí se hicieron cosas mal.
La primera de ellas fue no preguntar a los ciudadanos qué forma de Estado
deseaban para su futuro. A los redactores de la Constitución les entró un
terrible miedo escénico y prefirieron proclamar rey a Juan Carlos de Borbón, elegido a dedo por uno de los mayores
sátrapas del siglo XX. Mal empezaron las cosas. Ignacio Sánchez-Cuenca, en Infolibre
(10/10/18) señalaba algo que debería hacernos meditar: “Durante años
se registraron avisos de que nos encaminábamos a un choque frontal entre las
autoridades de Cataluña y las del Estado central. Se advirtió al Gobierno una y
otra vez de que era necesario encauzar el conflicto institucionalmente,
abriendo un proceso de diálogo y negociación, como se había hecho en ocasiones
anteriores a lo largo del periodo democrático. Pero no se hizo. La negligencia de Mariano Rajoy y el Partido Popular permitió que el problema fuera
pudriéndose hasta llegar a la crisis constitucional de septiembre y octubre de
2017”. (…) “Como
ciudadano español, siento profunda vergüenza por la forma en la que las
instituciones del Estado, incluyendo la monarquía, han actuado ante la crisis
catalana. Por supuesto, los independentistas y su estrategia unilateralista de
secesión pusieron las cosas extraordinariamente difíciles. El intento de
ruptura del marco constitucional fue una irresponsabilidad grave por
mucho que no hubiera violencia. Ante la falta de apoyo social en el interior de
Cataluña y la ausencia de apoyo alguno en los Estados europeos, los
independentistas escenificaron una declaración de independencia que era pura
gesticulación, sin atreverse a afrontar las consecuencias políticas que algo
así suponía: ni se retiraron las banderas españolas de los edificios públicos,
ni hubo resistencia ante la puesta en marcha de la suspensión de la autonomía
(artículo 155), ni se aprobaron los decretos para la construcción de
estructuras de Estado. En fin, un desastre sin paliativos por ambos
lados”. Por eso digo que España es una democracia de baja intensidad. Mejor dicho:
una oligarquía de partidos en la que,
como dijo Alfonso Guerra, el que se mueve no sale en la foto.
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