Estoy convencido
de que el roscón de san Valero lo
inventaron los boticarios para despachar más Almax. No conozco un producto culinario que dé más ardor de
estómago, si exceptuamos los roscones que venden en Los Mayorquines en alguna de sus tres tiendas zaragozanas (Santo
Dominguito de Val, 1; Francisco de Goya, 12; o Monasterio de Veruela, 5) que
utiliza en la confección de roscones la misma masa que en las ensaimadas. Yo no
soy partidario de comer roscón y odio las santas tradiciones. Piense el lector
que, de no existir el roscón, tampoco existiría el tonto del haba. En el roscón actual suele aparece una pequeña
figurita propia para ser colocada en el Museo del Mal Gusto. Tiempo atrás, no
se colocaba dentro del roscón esa fea figurita sino una haba. Y a la hora de
trocearlo al final de la comida su coste corría a cargo de aquel al que le
había salido la sorpresa, es decir, el fruto de esa legumbre sobre la que hay
que tener mucho cuidado en su consumo. Era, por decirlo de alguna manera, una
ruleta rusa culinaria de efectos letales para el bolsillo. El poseedor de
semejante regalito se convertía en el “tonto
del haba” (pronúnciese tontolaba), cuyo
“título oficial” estaba en vigor hasta el año siguiente. Por cierto, hay que
tener cuidado, como decía, con ciertas variedades de habas, ya que su consumo
continuado provoca una afección llamada fabismo,
parecida al latirismo que produce el
consumo de almorta, aquellas gachas manchegas que en forma de harina se
consumían en la posguerra (entre 1941 y 1943) para matar la hambruna y que produjeron
muchas parálisis espásticas cerebrales. En consecuencia, si en casa o en el
restaurante ofrecen roscón de postre, bueno será mirar detenidamente su
perímetro por si apareciese un pequeño desnivel sospechoso en su masa. En el
caso de descubrirlo, mejor será pedir una naranja.
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