Estos primeros días de enero, con temperaturas bajo
cero y los restos de turrón y guirlache todavía
presentes en alguna alacena de la cocina, me he acordado de los veraneos
en un pueblo, hace ya cincuenta y tantos años, donde sucedían pocas cosas, por
no decir ninguna. Por aquellos días tenía un amigo algo bohemio y matábamos las
horas arañando una guitarra imitando a Luis
Aguilé. Por la carretera asomaban los primeros turistas, que siempre
pasaban de largo, camino de las playas catalanas. Una de aquellas tediosas
atardecidas acudimos a casa de un difunto. Nos sentamos en torno a una mesa
camilla donde había pastas y licores. Tiempo después escribí un relato sobre lo
acontecido en el velatorio y lo mandé a un concurso en Teruel: “Aquel verano, entre el tío del fagot y el
árbol de las genealogías”. Mi sorpresa llegó cuando me lo premiaron. No lo
esperaba. Me dieron la “máxima recompensa”,
como reza uno de los premios concedidos al anís
del Mono alrededor de una de sus medallas impresas en la etiqueta, dibujada por Santiago Rusiñol siendo estudiante de Bellas Artes y por encargo de
Vicente
Bosch. Bueno, a lo que iba. Durante aquellas noches veraniegas de
insoportable calor, a muchos vecinos les encandilaba acercarse hasta la
estación de ferrocarril y la llegada del último convoy procedente de Zaragoza:
el “Ómnibus Arcos”, que tenía una
parada fijada de un minuto. Y mientras el “pueblerío” intercambiaba
chascarrillos en los bancos del andén, un mozo vestido al estilo de la “western story” se montaba en el último
vagón, que quedaba exento de focos, en plena oscuridad, y aparecía tirándose en
marcha junto al despacho del jefe de la estación. El personal se reía, y tras
la charlotada gratuita y excéntrica, todos regresaban al pueblo distante a un
kilómetro. Pero al factor de noche, Telesforo
Bonet, que había llegado hacía poco tiempo desde Tarancón, se lo llevaban los demonios por el peligro de
accidente a que se exponía aquel insensato. Mientras, el tío del fagot, Fabián Rosete, soplaba el instrumento
en un alarde de inhibición. Del otro lado de una acequia, donde años antes se
había ahogado Miguelín, el hijo de un
guardagujas, llegaba el sonido monocorde de unas chicharras insomnes y de
guateque.
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