jueves, 2 de enero de 2020

Insomnes



Estos primeros días de enero, con temperaturas bajo cero y los restos de turrón y guirlache todavía  presentes en alguna alacena de la cocina, me he acordado de los veraneos en un pueblo, hace ya cincuenta y tantos años, donde sucedían pocas cosas, por no decir ninguna. Por aquellos días tenía un amigo algo bohemio y matábamos las horas arañando una guitarra imitando a Luis Aguilé. Por la carretera asomaban los primeros turistas, que siempre pasaban de largo, camino de las playas catalanas. Una de aquellas tediosas atardecidas acudimos a casa de un difunto. Nos sentamos en torno a una mesa camilla donde había pastas y licores. Tiempo después escribí un relato sobre lo acontecido en el velatorio y lo mandé a un concurso en Teruel: “Aquel verano, entre el tío del fagot y el árbol de las genealogías”. Mi sorpresa llegó cuando me lo premiaron. No lo esperaba. Me dieron la “máxima recompensa”, como reza uno de los premios concedidos al anís del Mono alrededor de una de sus medallas impresas en la etiqueta,  dibujada por Santiago Rusiñol siendo estudiante de Bellas Artes y por encargo de Vicente  Bosch. Bueno, a lo que iba. Durante aquellas noches veraniegas de insoportable calor, a muchos vecinos les encandilaba acercarse hasta la estación de ferrocarril y la llegada del último convoy procedente de Zaragoza: el “Ómnibus Arcos”, que tenía una parada fijada de un minuto. Y mientras el “pueblerío” intercambiaba chascarrillos en los bancos del andén, un mozo vestido al estilo de la “western story” se montaba en el último vagón, que quedaba exento de focos, en plena oscuridad, y aparecía tirándose en marcha junto al despacho del jefe de la estación. El personal se reía, y tras la charlotada gratuita y excéntrica, todos regresaban al pueblo distante a un kilómetro. Pero al factor de noche, Telesforo Bonet, que había llegado hacía poco tiempo desde Tarancón,  se lo llevaban los demonios por el peligro de accidente a que se exponía aquel insensato. Mientras, el tío del fagot, Fabián Rosete, soplaba el instrumento en un alarde de inhibición. Del otro lado de una acequia, donde años antes se había ahogado Miguelín, el hijo de un guardagujas, llegaba el sonido monocorde de unas chicharras insomnes y de guateque.

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