domingo, 18 de febrero de 2024

Escuchando a los filandones

 


Según la RAE, filandón es una alteración de la palabra asturiana filazón (que, por cierto, no está en el Diccionario) y que deriva del latín filum (hilo). En León, filandón hace referencia a “reuniones vecinales, invernales y nocturnas, en las que las mujeres hilaban y los hombres hacían trabajos manuales, mientras se contaban historias”. Hoy, en Diario de León, Pedro García Trapiello, en su artículo “Hilando, hilando…” , al referirse a filandón señala que “el filandón es costumbre universal que tuvo en León sus variedades y una se ganó la excomunión decretada en 1735 por el obispo de Astorga  ‘a cuantos acudieren a filandones’. (…) En toda velada familiar o vecinal -de Ferrol a Cartagena- se charlaba, se cosía, hacían cestos o se forgaba, echaban refranes o cantares, rezaban el rosario, se jugaba a las cartas, se leía en alto la prensa, se recordaban tiempos pasados, se inflaban leyendas, se murmuraba... y se aburrían infinito de tanto repetirse, lo normal, nadie se engañe. Y entonces la radio mató bien fácil al filandón”. Era, supongo, como lo que en Aragón se conoce como ‘tomar la fresca’, pero alrededor del brasero o de la chimenea. De algo había que hablar tras la cena y antes de que el sueño les anulara. Los inviernos pueden hacerse largos como la sombra de un ciprés y a ciertas horas de la anochecida en lugares como las montañas de Babia y Luna, en los valles del Bernesga y el Torío, o en los páramos de Riaño, donde parece que se escuchan  susurros de más de mil familias expropiadas y donde duermen nueve pueblos vaciados, dinamitados y sumergidos bajo las aguas del pantano de Remolina (Anciles, Escaro, Hueldes, La Puerta, Vegacernega, Pedrosa del Rey, Burón, Riaño y Salio). A la hora de los filandones nocherniegos era cuando dicen los lugareños que aparecían los espectros del recuerdo, los bostezos, las presencias y las turbaciones atávicas, que siempre eran de libre albedrío. Todos tuvieron que marcharse de aquellos pueblos, salvo Simón Pardo, que se suicidó antes de ser expulsado de su casa por las fuerzas del orden. Después, el silencio mudo y el ventolín que hace doblar los cadáveres representado en la torre de la iglesia de Riaño, que aparece impasible a la vista de todos cuando la sequía agobia. Hoy, todo aquel que desee ver fotografías de Riaño o de los otros pueblos dinamitados tendrá que hojear en las hemerotecas “Blanco y Negro” o “La Esfera” de aquellos años, o los cuatro tomos de la “España Regional” (1915) de Ceferino Rocafort y Casimiro Dalmau (Editorial Alberto Martín Vicente, Barcelona) difíciles de encontrar. Yo, por fortuna, los conservo como herencia de mi abuelo. Por cierto, Alberto Martín Vicente había nacido en 1870 en Valbona, provincia de Teruel, en la actual comarca de Gúdar-Javalambre. Su esposa, Dolores Zamora, era hija del impresor  José Antonio Zamora, de quien Martín, fallecido en 1917, aprendió su oficio, que continuó su hija Dolores Martín Zamora, y más tarde su nieta Blanca Bonet Martín, que cerraría el negocio en 1966. Sus fondos bibliográficos (fotos, mapas, etc.) se conservan en diferentes instituciones catalanas. Por cierto, aunque García Trapiello no lo dice, el obispo de la Diócesis de Astorga en 1735 era el coruñes José Francisco Bermúdez Mandía, que regaló a la catedral cuarenta y ocho capas para la festividad del Corpus y una urna relicario para guardar la cabeza de san Genadio, de la orden benedictina, y que estuvo sepultado en el monasterio de Peñalba de Santiago, hasta que en 1603 la duquesa de Alba, María de Toledo, viuda de Fadrique Álvarez de Toledo, exhumó sus restos sin autorización para llevarlos al convento de dominicas de Villafranca. Su cabeza, reclamada por el cabildo de Astorga, fue entregada a la catedral en 1621,​ mientras que su cuerpo fue trasladado al monasterio de Nuestra Señora de la Laura, de Valladolid, que fue derribado a finales de los años 80 y ocupaba el lugar donde hoy se encuentra el Hospital Campo Grande.

 

No hay comentarios: