
Leo que en el Bajo Aragón se
están talando uno de cada cuatro almendros, según dicen “porque el sector de
los leñosos ha quedado fuera del decreto de sequía, por el que el Gobierno de
Aragón destinó el pasado año 8,2 millones de euros a cereal de secano y a la
ganadería extensiva”. Ahí les duele. Vamos, que si no hay subvenciones, se corta por lo sano
con la motosierra y santas pascuas. La pertinaz sequía, como se decía en el
franquismo, ha favorecido, además, la aparición del gusano cabezudo y de la
avispilla, causantes de un lucro cesante. En consecuencia, subirá el precio del
turrón, de los guirlaches, de las almendras garrapiñadas (del vasco ‘garai ipiña’, que significa ‘sobrepuesto’)
y de las peladillas blancas y de colores que los padrinos lanzaban a la chiquillería después de los
bautizos. También fueron, no sé si todavía, las peladillas importantes en las
bodas gitanas, ya que esas golosinas significan pureza y virginidad de la
novia. Se acabó para siempre el “truco
del almendruco”, fraguado en la Edad Media, y que consistió en obtener
leche de almendras para sustituir la leche de oveja, de cabra y de vaca, todas
ellas prohibidas durante la Cuaresma por ser de procedencia animal. Pero como
en aquellos tiempos no había licuadoras ni batidoras, triturar las
duras almendras para hacer leche no era cosa fácil, y los más astutos decidieron
recolectar el almendruco verde y
tierno antes de que se convirtiera en almendra. Lo del gusano cabezudo (Capnodis tenebrionis) y lo de la
avispilla es lo más preocupante. Y no digamos nada si para más inri aparecen en escena otros actores de reparto, o sea, el
barrenillo, la araña roja y el tigre del almendro… Eso ya…, como dirían los de
mi pueblo, sería una ‘catacombe’, que
es una mezcla por trabucación entre
cataclismo (inundación, en griego) y hecatombe (sacrificio de cien bueyes). Como para ir a mear y no echar gota.

Cuando la Semana
Santa se convierte en un espectáculo para atraer turistas se cambia todo el
sentido religioso. No cabe duda de que
ver un nazareno saliendo de la boca del metro madrileño de ‘Callao’ produce yuyu a
los turistas que no saben de qué va la cosa o entienden, quizás, de que se
trata del último coletazo de los carnavales. Porque, digámoslo claro, hay
procesiones variopintas y bullangueras como las de Sevilla, y procesiones tétricas,
como las de Zamora. No es lo mismo poder ver a una banda de música
interpretando marchas procesionales de palio como la del maestro Tejera interpretando “La Madrugá”, o la banda de cornetas y
tambores de ‘Las Cigarreras’, que
observar a Barandales con
extravagantes ropones agitando pesados cencerros
delante de la cruz guía y de silentes cofrades del Santo Entierro. La diferencia estriba en que los andaluces son
alegres, bulliciosos y coloristas; y los castellanos, por el contrario, quejumbrosos
y con muy poco sentido del humor. Nadie imagina chirigotas, murgas y comparsas
al estilo gaditano por las calles de Valladolid, aireando en forma de tanguillos
o seguidillas denuncias notorias sobre corruptelas políticas o asuntos sociales
de actualidad. Excluyo de esas ‘raras dolencias’,
claro, a los leoneses de León, recalco lo de leoneses de León, capaces de
vestir de luto riguroso en el cortejo fúnebre (encabezado por el obispo, el
monaguillo, el fiscal, las plañideras y la acostumbrada ‘Zafarronada Omañesa’ de Riello), donde
todos visten de blanco, con pieles de cordero y máscaras, en el ‘entierro
de la sardina’ antes de ser incinerada, o en el ‘entierro de Genarín’ la noche de Jueves Santo, considerado como ‘santo
del orujo’, o ‘santo pellejero’ (menesteroso,
dipsómano y asiduo visitador de burdeles), en recuerdo de Genaro Blanco Blanco, atropellado y muerto en la madrigada del Viernes Santo de 1929 por un camión de
la basura mientras orinaba en un cubo. Posteriormente, cuatro hombres de
esclarecidas virtudes y honorables vicios se convirtieron en los primeros
cofrades ‘genarinos’. Se trataba de Paco Pérez Herrero, mecánico dentista y poeta que hizo resurgir
la tradición tras los años de censura; Luis
Rico, aristócrata bohemio; Nicolás
Pérez, árbitro de fútbol y agente comercial; y Eulogio, alias El Gafas, taxista de
profesión. Después del entierro del ‘santo
del orujo’ hay costumbre de que algunos
‘cofrades’ asisten a una cena
colectiva y a un posterior debate. Otros, la mayoría, prefieren seguir bebiendo
licores por las calles leonesas mientras ensalzan la figura del ‘santo’ junto a un expositor donde aparece una barrica,
La
Muerte, la figura de una mujer de mala reputación conocida como La Mocha, y diversas manolas ataviadas
con mantillas negras de blonda, medias con la costura por detrás, guantes de
rejilla, rosarios de nácar y peinetas de carey.

El “ventorrillo El
Chato", el más antiguo de Cádiz, fue construido en 1780 para alivio
de caminantes, en el espigón que unía Cádiz con la Isla. Fue fundado por autorización de conde O´Reilly, por Chano García, apodado "El Chato" por causa de su gran
apéndice nasal. En 1823, cuando las Cortes del Reino apresaron a Fernando VII en un encierro tan benigno
que le permitía ir de aquí para allá a divertirse donde quisiera, el rey solía
visitar ese ventorro acompañado de un personaje conocido por “Fray Manzanilla”. El “Fray” le venía de su apariencia
frailuna, con el pelo cortado en redondo alrededor de la cabeza y una gran
calva a modo de coronilla. Y lo de “Manzanilla”, por su afición a ese vino. Pero, ¿quién fue
O’Reilly? La relación del teniente general Alejandro O’Reilly (1723-1794) con
Andalucía comenzó en 1775, cuando fue trasladado desde Madrid hasta la
capitanía general de esta región tras el desastre de Argel, una operación
militar que él mismo encabezó. Sus once años de permanencia en la provincia de
Cádiz como máxima autoridad político-militar dejaron una profunda huella en el
territorio. Ese tiempo lo dividió entre El Puerto de Santa María (1775–1780),
sede de la Capitanía General, y Cádiz (1780–1786), ciudad donde O’Reilly
asumiría también el cargo de gobernador político-militar. En la actualidad, el
ventorrillo está bajo la dirección de José
Manuel Córdoba y mantiene su esencia, estando especializado en tortillas de camarones
y arroces. Según cuenta el historiador gaditano Luis Benítez Carrasco, en 1823 El Manzanilla se encargaba de buscarle al rey mujeres que lo
entretuvieran. Fernando VII en una de
esas visitas al ventorrillo pidió una copa de jerez. En ese momento se levantó un
gran remolino de viento y el polvo llegó a penetrar en la tasca. El camarero, para evitar que la arena entrara en el
vaso del rey, colocó una loncha de jamón a modo de tapadera. Al monarca le
gustó encontrarse algo gratuito sin haberlo pedido, y en la siguiente ronda
exigió 'su tapa'. En Cádiz, durante mucho tiempo, casi todos los
almacenes de ultramarinos (cerca de setecientos) estuvieron regentados por
montañeses. Fueron ‘indianos’ sin pasar el Océano. Se les llamaba “jándalos”.
A mediados del siglo XIX los “chicucos”, llegaban a Cádiz, Jerez, o
Puerto de Santa María, a una corta edad y sin más equipaje que lo puesto, a
buscar una oportunidad para trabajar y aprender el oficio en la tienda de un
familiar o vecino, o en una bodega, con los que su padre previamente habría
llegado a un acuerdo. Para la familia era doble ventaja, ya que además de que
su hijo aprendía un oficio, era una boca menos que alimentar en la casa
familiar. Los jóvenes, que empezaban como “recadistas”,
con el tiempo pasaban a ser dependientes, más tarde encargados y, finalmente,
se convertían en dueños de un negocio desahogado. Un gran número de ellos, llegaron a
hacerse con la mayoría de las tiendas de ultramarinos de la zona, como ya he indicado, y tuvieron tanta repercusión que, todavía a día de hoy, los gaditanos
siguen usando la expresión “voy al
chicuco” para referirse a “hacer la
compra”. La foto de Quico Sánchez (El Puerto de Santa María, 1910) que acompaño de “Ultramarinos la Argentina”, de Eugenio López Terán, da una idea del aspecto que tenían
los establecimientos comerciales de los jándalos.¿No les parece entrañable?

Leo con atención un artículo de Javier Hernández-Gracia, en Diario de Teruel, donde su autor hace
referencia al cine ‘Velasco’, de Astorga, situado en el número 9 la calle Alonso Garrote de esa ciudad leonesa. Por un extracto del
magazine leonés "Leotopia",
elaborado por Severiano Iglesias Tortosa,
ha sabido que se trata del único cine que ha logrado mantenerse en el
tiempo y convertirse en uno de los cuatro cines de sala única, gestión privada
y dedicación exclusiva al Séptimo Arte
que queda en León y provincia. Fue inaugurado en 1911 por Venancio
Velasco, y en sus inicios sólo albergaba espectáculos teatrales. La primera
función teatral en ese local tuvo lugar el 5 de marzo de1911, con la
tragicomedia “Caridad”. Tiempo después
se decidió alternar el teatro con la proyección de películas. Ese local de espectáculos cumplirá mañana, Miércoles de Ceniza, 114 años de
existencia. También he podido saber (y así consta en el extracto del magazine)
que “cuando el cine pasó a ser su única actividad, el propietario optó por
ceder sus derechos de explotación, primero al dueño del periódico local ‘El Pensamiento Astorgano’, Magín Revillo, y, más tarde, en las del
industrial confitero Eustaquio Velasco
—más conocido como Taquio—. Por
entonces, ya competía con el teatro-cine ‘Gullón’
(abierto al público en 1923), el cine ‘Asturic’
(1949-1962), el cine ‘Tagarro’
(1958-1991) y el cine ‘Capitol’ (desde1956).
En 1964 Lorenzo López Martínez
adquirió el cine ‘Velasco’, y con su
hijo Vicente (apasionado del cine y
operador de cabina), le dieron un nuevo impulso. En 1982 el cine fue multado
por proyectar la película "La frígida y la viciosa".
Tras una larga andadura, el 9 de enero de 2007 el cine ‘Velasco’ proyectó su última película en analógico, "El Perfume". Después cerró
sus puertas hasta el 15 de marzo de 2013, que volvió a funcionar por una nueva
gestora privada, la salmantina ‘Proyecfilm’
(que tuvo que desembolsar 60.000 euros),
y que ya gestionaba otras diez salas, introduciendo en el cine ‘Velasco’ la proyección digital en alta definición, sonido dolby y rebajando la sala de 350 a 176
butacas. La película “La frígida y la
viciosa” fue dirigida en 1981 por Carlos
Aured y protagonizada por Andrea
Guzon, Sara Mora, Alfredo Calles, con un argumento basado
en un matrimonio en crisis que verá alterada su rutina con la aparición de una
bella mujer, que trastocará definitivamente su existencia al introducir a la
pareja en toda clase de juegos y prácticas sexuales. No termino de entender que
en 1982 fuese sancionado con multa el cine
‘Velasco’ de Astorga por la proyección de una película, cuando estaba
autorizada su exhibición en todas las salas españolas. Me gustaría que alguien
me lo explicase.

Leo hoy en elDiario.es que “La
Taberna La Cruzada”, referente madrileño de la comida castiza, es el lugar
favorito de Felipe VI, donde suele comer
cocido madrileño. Decía Gregorio Marañón
que el cocido salvó en España más vidas que la penicilina. Sabido es que la
Unión Europea siembra alrededor de 75.000 hectáreas de garbanzos cada año y que
nuestro país aporta el 70% de esa producción. Según Tito Livio, los soldados de Asdrúbal
(siglo III a. C.) ya cultivaban garbanzos mientras construían Cartagena. Pero
su cultivo es anterior. Se remonta al siglo I a.C. y Columela lo describe en
sus “Doce Libros de la Agricultura”
de la siguiente manera: “EI garbanzo que
llaman arietino y también otro de distinto género que se llama púnico, se
pueden sembrar en todo el mes de marzo en terreno de la mayor fertilidad y en
tiempo húmedo ". Algunos viajeros románticos europeos, cuando el hecho
de venir a España se consideraba todavía una aventura peligrosa, cuando los bandidos
cenaban en las posadas y desvalijaban diligencias en los caminos, se asombraban
de que en todas las casas españolas, y durante todos los días del año, se comía
al mediodía puchero de garbanzos. Así lo señalaron, entre otros viajeros, José María Blanco White en sus “Cartas de España” (‘Sevilla, 1801’ y ‘Madrid, 1807’); Próspero Merimée (1830) donde Granada
le inspiró su obra musical “Carmen”; y
Teófilo Gautier (1840) en su “Viaje
por España”. Gautier describía nuestro país como “un enclave exótico, con paisajes y habitantes más próximos de Oriente,
que vivían anclados en un modo de vida casi medieval”. Tampoco deberíamos olvidar a George Borrow, que llegó a la Península Ibérica (1943) con la intención de convertir a
los católicos españoles al protestantismo mediante la venta de biblias; ni a Alejandro
Dumas, Gustave Doré, Chopin acompañado de George Sand en Mallorca en 1838…, la lista
es larga. Pero a lo que iba. En España existen cinco grandes tipos de
garbanzos: blanco lechoso, castellano, Predosillano,
chamad y venoso andaluz.
De todos ellos me quedaría con el castellano, a ser posible de Fuentesaúco
(Zamora) de pico curvo y tono
amarillento cuando está seco; y con el Pedrosillano (Salamanca), más pequeño y
casi esférico. Pero además del cocido madrileño existen otros: cocido
extremeño; pote asturiano (con alubias
en vez de garbanzos); cocido andaluz, cocido montañés (también con alubias), su
variante cántabra del valle de Liébana, conocido como cocido lebaniego (con
garbanzos); cocido maragato, tradicional de León (se sirve al revés); escudella y carne de olla (con butifarra,
la pilota (un tipo de albóndiga y los
galets (pasta en forma de caracola)
en la sopa sustituyendo a los fideos); olla gitana (típica de Murcia y Almería);
y el cocido de Lalín, que se toma en Galicia antes de Carnaval. Es necesario aclarar
que el cocido es diferente al puchero. El primero lleva embutidos fuertes y suculentas carnes; el
segundo, el segundo, ingredientes más ligeros. Se decía que los romanos fueron
muy críticos con los garbanzos por ir en contra de los cartagineses, sus
eternos enemigos. Tanto fue así que en las comedias romanas aparecía
siempre un personaje habitual, el pultafagónides, que servía para reírse de los cartaginenses y
matar al público de risa. Decía Julio Camba
en “La casa de Lúculo”
(1929) que los romanos “miraban así a
ese histriónico personaje como hoy miramos en las ferias al hombre que se traga
los batracios vivos o al que se introduce en el esófago teas encendidas”, y
Gautier mantenía que “los garbanzos sonaban en nuestros vientres como perdigones sobre
panderetas”. Ý el cocinero Ángel Muro,
en “El Practicón” (1894) dejó constancia
escrita de que: “con el garbanzo –sólo el garbanzo- se puede alimentar un
hombre, pero a este hombre no hay que pedirle que trabaje material o
intelectualmente lo que trabajaría otro hombre que comiera carne. (…) Con los
garbanzos no se va a ninguna parte, ni llegaremos nunca a feliz términos los
españoles que no modifiquemos los usos del manjar”. Por terminar, Manuel Vilabella, en su “Guía gastronómica de
Asturias”, hacía la siguiente referencia
al ‘pedete
garbancil’ comparado con el producido por
las fabes: “Es el pedo fabadino cantarín, espontáneo y
liberal, mientras que el que se basa en el garbanzo es retorcido y poco noble;
torvo y malencarado”. No sé. Como escribió
Pirandello: “Así es, si así os parece”.

Hace un par de días, un autobús urbano de Avanza pitaba con insistencia a un coche
que tenía delante, motivo por el que me asomé a la ventana. Resulta que en la
calle Sobrarbe había un hueco de aparcamiento y una señora joven intentaba
aparcar, pero el autobús de la línea 35, muy pegado a su vehículo, le impedía hacer
la maniobra. Todo se hubiese resuelto si el conductor de aquel vehículo pesado
hubiese retrocedido cinco metros. Nada se lo impedía por no haber coches
detrás. Pero no le vino en gana a aquel chulo de bolera, es decir, al amagado conductor, hacerlo. Al cabo de un rato
aparecieron dos coches de la Policía Local para tratar de resolver el conflicto y el
correspondiente atasco producido por aquel matraco del "chufla, chufla...". Los agentes pidieron los “papeles” a la
señora y, seguidamente, los cuatro o cinco patrulleros se fueron al otro lado
de la acera para resolver en corrillo algo que a todas luces parecía sencillo. Después de mucho debatir
entre ellos, optaron por lo más sencillo: multar a la conductora, pese a que le
asistía la razón. El autobús, conducido por aquel machirulo de mierda, retrocedió varios metros y todo se resolvió
sin mayores problemas. Me indignaron dos cosas: una, la falta de respeto del
conductor del autobús; otra, la presunta mala praxis de los guardias en el cumplimiento
de su deber. Por cierto, uno de aquellos agentes llevaba la cara tapada por una
especie de tapabocas pese a estar a 14 grados de temperatura y no constituir
esa prenda parte de su uniforme. Me indignó, como digo,
la chulería del conductor; y, también,
la presunta falta de empatía de aquellos agentes de la Autoridad hacia una ciudadana que, a mi
entender, no había cometido ninguna infracción de tráfico que motivase una
sanción. Intolerable e injusto. Todo ciudadano es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Y aquí solo se demostró mi justificada indignación ante un presunto atropello a nuestras libertades. El peor de todos los atropellos en un Estado de derecho.