lunes, 31 de marzo de 2025

Quia pulvis es...

 

 

La noticia es que uno de los tres hermanos varones Bayeu, fray Ramón Bayeu Subías, hermano de Francisco, cuñado de Goya (casado con la hermana de ellos, Josefa) y de Manuel, pintó un fresco en una de las cúpulas de la basílica del Pilar, frente a la capilla de san José. Y el pasado sábado la pintura tuvo un desprendimiento parcial con la mala fortuna de que le impactara en la nariz a un visitante. Desconozco los daños causados en la integridad física del visitante. El Cabildo Metroponitano, curándose en salud, ha pedido paciencia y precaución ante ese hecho imprevisto y ha delimitado la zona afectada. Qué menos. “Fíate de la Virgen y no corras” es una exclamación que combina irreverencia y pragmatismo. El origen de ese popular dicho data de la Primera Guerra Carlista, cuando  Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y aspirante al trono de España, nombró a la Virgen de los Dolores como Generalísima de sus ejércitos en un acto de fervor religioso. Pero, al poco de ese nombramiento honorario, las tropas carlistas tuvieron que huir en la batalla de Mendigorría en 1835. Y la expresión señalada salió de boca de uno de los soldados isabelinos, lo que produjo carcajadas entre la tropa. A la triste corte de aquel aspirante al trono le llamaban la corte de los “ojalateros”, ya que no hacían otra cosa que quejarse de lo ocurrido durante la Expedición Real (1837) de castellanos, vascos y navarros en su marcha por Cataluña y El Maestrazgo, y que tuvieron que batirse en retirada ante las tropas de Espartero y regresar derrotados a Vizcaya. Durante aquella retirada vergonzosa, los “ojalateros” se quejaba de lo ocurrido con frases que siempre comenzaban con “Ojalá…”. El 18 de mayo de 1845, Carlos María Isidro (falso Carlos V) exiliado  en Bourges (Francia) abdicó en su hijo Carlos Luis (quien adoptó el título de Carlos VI), con la intención de que contrajese matrimonio con su prima Isabel II. A su muerte en Trieste, en 1861, quedó como heredero al trono de esa dinastía en España su hermano Juan, aspirante a convertirse en Juan III, algo que también pretendió con ese nombre Juan de Borbón, pero aquellas pretensiones del hijo de Alfonso XIII fueron frenadas por Franco, por más que en el Panteón de Reyes de El Escorial, inexplicablemente, figurará con ese nombre cuando salga del pudridero (donde solo tiene acceso los agustinos desde 1885) y cierre la media naranja, cuya circunferencia se fragmenta en 8 tramos, donde faltan Felipe V, que reposa en La Granja de San Ildefonso; Fernando VI, que se encuentra en el convento de las Salesas Reales de Madrid; Amadeo I, enterrado en la Basílica de Superga, de Turín; y José I, cuyos restos yacen en Los Inválidos, de París. También, por supuesto, faltan sus correspondientes consortes, todas mujeres con la excepción de Francisco de Asís de Borbón, marido de Isabel II, apodado como doña Paquita, y que un día abandonó a la reina y se marchó a vivir con un tal Meneses. Lo cierto es que con la colocación de los restos del Conde de Barcelona (que nunca reinó ni en la baraja de don Heraclio) y de su consorte el panteón quedará con aforo completo. Ya solo quedará sitio, si acaso, en "El Jardín de los Frailes", sobre el que escribió con pluma magistral don Manuel Azaña Díaz. En una estancia de solo 16 metros cuadrados se resumen las pompas y las vanidades reales dentro de cofres de plomo de un metro de largo por cuarenta centímetros de ancho. El traslado de restos al Panteón también se celebra en la intimidad. Solamente asisten a la ceremonia un miembro de la comunidad agustiniana, otro de Patrimonio Nacional, un arquitecto (encargado de dirigir el desmontaje del murete del Panteón Real) y dos operarios. "Quia pulvis es, et in pulverem reverteris" (Génesis 3.19).

 

domingo, 30 de marzo de 2025

Las 'cestas'

 

El pasado viernes escribía sobre los raqueros, aquellos niños que se lanzaban al agua en la bahía de Santander para recoger monedas lanzadas por los marineros y que José María de Pereda plasmó con maestría en sus “Escenas montañesas”. Hoy recomiendo la lectura de “Santander fin de siglo”, escrito por J.M. Gutiérrez-Calderón de Pereda, con prólogo de Vicente de Pereda, hijo del escritor costumbrista. Fue publicado en 1935 por Ediciones Literarias Montañesas (Aldus, S.A., Santander). Como se señala en el prólogo, “los cuadros de Gutiérrez-Calderón no resultan literarios en el sentido que se da a esta palabra. Son como noticias escritas, con el estilo de un señor que escribe bien. Son hojas de un epistolario que se halla entre los papeles de una casa”. Pues bien, de entre esos relatos hay uno, “Las cestas”, donde se cuenta que “un viejo cochero llega de vuelta y de noche a Santander, con su ‘cesta’ remendada y con más ataduras que un patache. El cochero, alcohólico perenne, se hace un lío entre las calles y las luces de la ciudad y mete la ‘cesta’ en la plaza de la Libertad. Al darse cuenta del disparate intenta salir del laberinto, pero tropieza con todos los bancos y remates de la plaza y se pasa un sinfín de tiempo dando vueltas como un energúmeno…, hasta que sale como puede.” Las ‘cestas’ eran uno carruajes de alquiler de dos asientos forrados de cretona, sin portezuela, con cortinillas, cabida para cuatro personas y barrotes pintados de amarillo y tirados por dos caballos. Con frecuencia había que alpargatear el torno, operación que consistía en colocar una vieja alpargata en cada una de las planchuelas para contener el roce de las ruedas en las bajadas. “En las ‘cestas’ -dice Gutiérrez-Calderón- iban os toreros con sus trajes de luces a la plaza y en los tiempos en que ‘volcaba’ en Santander sus pasajeros los vapores de Cuba, las ‘cestas’ eran las que conducían a los amarillentos ‘agapitos’, vestidos con sus guayaberas y ‘jipis’, ente baúles, maletas y envoltorios”. Pero llegó el día en el que los dueños de las ‘cestas’ se dividieron en dos bandos: “La Unión” y “La santanderina”. El primero llevaba como distintivo una banderita española en la toldilla delantera; el segundo, la matrícula del puerto de Santander. También llegó la guerra de tarifas y la competencia por las velocidades en los servicios, con coches destartalados y rocines cojitrancos, con el consiguiente peligro para los viajeros. La última ’cesta’ en servicio parece que fue vista en la estación de ferrocarril de un pueblo, estropeada y con un solo caballo, que cubría el trayecto hasta un balneario.

 

viernes, 28 de marzo de 2025

Raqueros

 

 

En la actualidad, en lenguaje coloquial los santanderinos llaman raqueros a esos tipos maleducados o que utiliza muchas palabras malsonantes. También, a quienes andan al raque, son gorrones de libro y arramplan con lo que pueden sin pedir permiso a nadie. O sea, gente de baja estofa de los que hay que huir como de la peste. Pero el término “raquero” fue utilizado en la novela “Sotileza” (1885) de José María de Pereda  en referencia a niños marginales, en su mayoría hijos de pescadores humildes, que frecuentaban los muelles portuarios (sobre todo en el Muelle de Calderón y en Puerto Chico) durante el siglo XIX y principios del XX y que se ganaban la maltrecha vida tirándose al agua en busca de monedas de poco valor que les tiraban los tripulantes de los barcos y los señoritingos estirados que ociaban sin mejor cosa que hacer. También, aquellos rapaces recuperaban mediante buceo efectos que caían al mar, como sombreros o alpargatas. El nombre de “raquero” se deriva del apelativo “wreker” aportado por los tripulantes y pasajeros de los barcos ingleses en los que esa chiquillería pobre robaba al descuido y que pronunciado castellanizado derivó en “raquer”. Lo cierto es que  cuando el historiador cántabro José Ramón Saiz Viadero publicó, a comienzos de los 80, su “Diccionario para uso de raqueros “, y posteriormente “Historias de raqueros”, (Ediciones Tantín, 1009), los raqueros ya habían desaparecido de los escenarios portuarios, quedando reducida a una mera referencia sentimental. El escultor José Cobo Calderón llevó a cabo un encargo artístico en 1981 con raqueros a tamaño natural para la entrada del madrileño “Restaurante Cabo Mayor”. Los raqueros del puerto de Santander se colocaron  en 2007 entre el Palacete del Embarcadero y el Club Náutico.  La historia de aquellos muchachos pobres de igual manera quedó plasmada por Pereda en otra de sus obras costumbristas anteriores: “Escenas montañesas”, publicada en 1864. Otros niños humildes hicieron algo parecido en la Caleta gaditana o en Cartagena, donde se les llamaba “icues”. También en Murcia existe una figura de bronce en su casco histórico muy parecida a la de los raqueros santanderinos, obra del escultor Manuel Ardil Pagán. Representa a un niño semidesnudo que sujeta en su mano un boquerón del que sale un chorro de agua. Santander, que antaño fue la salida al mar de Castilla La Vieja, es una ciudad de contrastes donde pasé unos intermitentes periodos de mi infancia y que siempre sorprende.

 

jueves, 27 de marzo de 2025

Preparados para todo



Cuando se entra en un club hay que aceptar las normas, y cuando España entró en la OTAN como socio sabía dónde se metía. Aquel eslogan de Felipe González  “de entrada no” se rectificó y en el referéndum salió “España, si”. Nos arrimamos al “primo de Zumosol” para que nos cubriese las espaldas frente a un enemigo enigmático –no sabemos si lobo de diente afilado o un pariente del oso que mató a Favila-  que nadie sabía por dónde iba a aparecer, si por el leño lusitano o por los picos de Urbión, que están en la provincia de Soria. Y ahora, pasado el tiempo, ese club nos ordena que gastemos en armamento el 2% del PIB por si las moscas, y que en cada casa tengamos cada español un equipo  de supervivencia donde, por cierto, no se dice nada del papel higiénico, que se agotó en las estanterías de las grandes superficies durante la pandemia de coronavirus. Ahora deberemos tener unos botellines de agua, un poco de paracetamol, algo de mercurocromo , unas vendas hidrófilas, esparadrapos, varias latas de conserva, una navajilla, un  mechero y cosas de esas que se ponen en el botiquín de urgencia cuando vamos de camping, en evitación de males mayores si nos cae un misil dentro de casa, vergibracia: en el segundo piso ascensor, donde vive un hombre con bigote fino, de apellido Carramiñana, que asegura que estuvo en la División Azul y que cada día lee en batín  la “Tercera” de ABC  mientras desayuna café con sobaos pasiegos, antes de que saque al perro para que levante la pata en el tronco de un ciprés. Ya digo, si entras en un club debes aceptar sus normas. El miedo es libre y el que a buen árbol se arrima…

 

martes, 25 de marzo de 2025

Como en un postrero crepúsculo

 

 

Lo que más me entusiasma de Azorín no es lo que cuenta sino cómo lo traslada al lector. Tengo entre mis manos una serie de artículos recopilados en 1904 y aparecidos con anterioridad en el diario España, donde José Martínez Ruiz se explayaba en la menudencias "donde se expresaban sus esenciales intuiciones”, como afirmaba Paulino Garagorri, profesor de Filosofía y de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid, ya fallecido. Castilla se convierte para el escritor de Monóvar en una fijación casi enfermiza, donde invita a recorrer caminos y callejuelas con más peligro que transitar por la zamorana Balborraz con ese caramelillo de hielo invernal bajo los pies, para que más tarde el caminante, ya sosegado en la posada, pueda pensar en la “España fuerte de la leyenda”. “Si es mediodía –cuenta Azorín- las campanas de las iglesias  sonarán el Ángelus; si es al anochecer, las mismas campanas volverán a sonar con la misma lentitud, con la misma gravedad, mientras el cielo se enrojece con los resplandores postreros del crepúsculo…”. Castilla hay que recorrerla despacio, sin prisa, para poder comprender “la tristeza de un pueblo muerto donde antaño el vocablo mandar ha sido siempre sinónimo de prohibir”. Castilla, en fin, era para Azorín como un aguafuerte expresionista de Solana, con pueblos arruinados por la desidia, arrabales atroces, procesiones moradas, prostíbulos bulliciosos, ventorros polvorientos, carnavaladas, cupletistas y entierros de la sardina en llanuras sórdidas y desamparadas, como más tarde hemos podido ver plasmado en la obra pictórica de mi amigo Ignacio Fortún, ese aragonés genial que pinta personajes en actitudes sorprendentes, como esos butaneros en páramos azotados por el cierzo, o ese rebaño de ovejas en el desierto monegrino, o en el óleo de “El bar Mari”, entre casas inmundas, donde asoman doce figuras, algunas solo parcialmente. Entre ellas hay una niña, sentada en la acera de la derecha, con una muñeca colocada al otro lado de la entrada del portal de su casa. Sí, como decía, lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta; aunque, a veces, una imagen valga más que mil palabras.

 

lunes, 24 de marzo de 2025

La tralla de la indiferencia



Por lo se desprende, el Tribunal Supremo es capaz de distinguir entre una seria amenaza y una bravuconada. Claro, hasta que la bravuconada se transforma en tragedia. Abrigo la esperanza de esos togados y salomones del Alto Tribunal tengan la misma clarividencia cuando otros casos de diversa índole afecten a políticos aforados o a individuos de sangre azul, que lo dudo. Creeré en el Poder Judicial el día que la Ley sea igual para todos y que el rasero deje de ser una veleta que se mueva según sople el viento. Ello viene a cuento con el fallo por unos hechos acaecidos en Hinojosa del Duque (Córdoba) el 10 de noviembre de 2021, según leo en elDiario.es, donde se señala que “debido a un altercado previo de su hijo menor con un agente de la Guardia Civil, el procesado se dirigió a un bar lugar frecuentado por el agente con la intención de localizarlo. Al no encontrarlo allí, se dirigió a la casa-cuartel donde el agente tiene fijada su residencia, Allí, alzando la voz y mirando hacia el interior, profirió las siguientes expresiones dirigidas al agente: “Te rajo, te mato a ti y a todos los que estáis ahí dentro, conmigo lo que quieras, pero a mi hijo nada”. El Tribunal Supremo ha rebajado la pena de 6 meses de prisión (por el que aquel ‘vocazas’ había sido condenado por el Juzgado de lo Penal número 3 de Córdoba y posteriormente confirmada por la Audiencia Provincial) al pago de una multa de 900 euros, tras la modificación del artículo 550 del Código Penal por la Ley Orgánica 1/2015  (BOE 31.03.2015 y en vigor desde el 1 de julio de ese año). El Tribunal Supremo calificó los hechos como un ‘delito de amenazas leves’ en una interpretación más restrictiva del delito de atentado. A mi entender, echar bravatas a un gente de la autoridad, a no tardar, va a resultar que es de menor gravedad que lanzar piropos a una señora que pasea por la calle. Me refiero  a piropos, unos groseros, otros graciosos, donde se pone a prueba el ingenio popular; verbigracia: "Ese es un cuerpo y no el de la Guardia Civil". Yo, por si las moscas, a los guardias civiles les tengo en mucha consideración desde que un amigo, perito mercantil y cursillista de Cristiandad, me presentó a un sargento, comandante de puesto en un pueblón manchego, y el sargento, tras estrecharme la mano con cierta prevención, me preguntó: “¿Cómo anda usted de papeles?”. Le contesté un lacónico “todo en orden”. Después nos acercamos hasta al ‘Bar de Manolo’ a tomar unos ‘valdepeñas’ y unos platillos con morteruelo, invitación de la casa. Las bravuconadas se han convertido en contravenciones de menor cuantía, como ha quedado  definido por el más Alto y Severo Organismo, conque decirle a un guardia civil “te rajo” no es como para que el agente de la Benemérita deba poner el ‘cetme’ en posición de ‘prevengan’ ni le tiemble el barboquejo debajo del bigote. A un bravucón que se le va la fuerza por la boca y que no controla sus impulsos orales basta con fustigarle con la tralla de la indiferencia.