El pasado viernes escribía sobre los raqueros, aquellos niños que se lanzaban al agua en la bahía de Santander para recoger monedas lanzadas por los marineros y que José María de Pereda plasmó con maestría en sus “Escenas montañesas”. Hoy recomiendo la lectura de “Santander fin de siglo”, escrito por J.M. Gutiérrez-Calderón de Pereda, con prólogo de Vicente de Pereda, hijo del escritor costumbrista. Fue publicado en 1935 por Ediciones Literarias Montañesas (Aldus, S.A., Santander). Como se señala en el prólogo, “los cuadros de Gutiérrez-Calderón no resultan literarios en el sentido que se da a esta palabra. Son como noticias escritas, con el estilo de un señor que escribe bien. Son hojas de un epistolario que se halla entre los papeles de una casa”. Pues bien, de entre esos relatos hay uno, “Las cestas”, donde se cuenta que “un viejo cochero llega de vuelta y de noche a Santander, con su ‘cesta’ remendada y con más ataduras que un patache. El cochero, alcohólico perenne, se hace un lío entre las calles y las luces de la ciudad y mete la ‘cesta’ en la plaza de la Libertad. Al darse cuenta del disparate intenta salir del laberinto, pero tropieza con todos los bancos y remates de la plaza y se pasa un sinfín de tiempo dando vueltas como un energúmeno…, hasta que sale como puede.” Las ‘cestas’ eran uno carruajes de alquiler de dos asientos forrados de cretona, sin portezuela, con cortinillas, cabida para cuatro personas y barrotes pintados de amarillo y tirados por dos caballos. Con frecuencia había que alpargatear el torno, operación que consistía en colocar una vieja alpargata en cada una de las planchuelas para contener el roce de las ruedas en las bajadas. “En las ‘cestas’ -dice Gutiérrez-Calderón- iban os toreros con sus trajes de luces a la plaza y en los tiempos en que ‘volcaba’ en Santander sus pasajeros los vapores de Cuba, las ‘cestas’ eran las que conducían a los amarillentos ‘agapitos’, vestidos con sus guayaberas y ‘jipis’, ente baúles, maletas y envoltorios”. Pero llegó el día en el que los dueños de las ‘cestas’ se dividieron en dos bandos: “La Unión” y “La santanderina”. El primero llevaba como distintivo una banderita española en la toldilla delantera; el segundo, la matrícula del puerto de Santander. También llegó la guerra de tarifas y la competencia por las velocidades en los servicios, con coches destartalados y rocines cojitrancos, con el consiguiente peligro para los viajeros. La última ’cesta’ en servicio parece que fue vista en la estación de ferrocarril de un pueblo, estropeada y con un solo caballo, que cubría el trayecto hasta un balneario.
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