Lo que más me entusiasma de Azorín no es lo que cuenta sino cómo lo traslada al lector. Tengo entre mis manos una serie de artículos recopilados en 1904 y aparecidos con anterioridad en el diario España, donde José Martínez Ruiz se explayaba en la menudencias "donde se expresaban sus esenciales intuiciones”, como afirmaba Paulino Garagorri, profesor de Filosofía y de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid, ya fallecido. Castilla se convierte para el escritor de Monóvar en una fijación casi enfermiza, donde invita a recorrer caminos y callejuelas con más peligro que transitar por la zamorana Balborraz con ese caramelillo de hielo invernal bajo los pies, para que más tarde el caminante, ya sosegado en la posada, pueda pensar en la “España fuerte de la leyenda”. “Si es mediodía –cuenta Azorín- las campanas de las iglesias sonarán el Ángelus; si es al anochecer, las mismas campanas volverán a sonar con la misma lentitud, con la misma gravedad, mientras el cielo se enrojece con los resplandores postreros del crepúsculo…”. Castilla hay que recorrerla despacio, sin prisa, para poder comprender “la tristeza de un pueblo muerto donde antaño el vocablo mandar ha sido siempre sinónimo de prohibir”. Castilla, en fin, era para Azorín como un aguafuerte expresionista de Solana, con pueblos arruinados por la desidia, arrabales atroces, procesiones moradas, prostíbulos bulliciosos, ventorros polvorientos, carnavaladas, cupletistas y entierros de la sardina en llanuras sórdidas y desamparadas, como más tarde hemos podido ver plasmado en la obra pictórica de mi amigo Ignacio Fortún, ese aragonés genial que pinta personajes en actitudes sorprendentes, como esos butaneros en páramos azotados por el cierzo, o ese rebaño de ovejas en el desierto monegrino, o en el óleo de “El bar Mari”, entre casas inmundas, donde asoman doce figuras, algunas solo parcialmente. Entre ellas hay una niña, sentada en la acera de la derecha, con una muñeca colocada al otro lado de la entrada del portal de su casa. Sí, como decía, lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta; aunque, a veces, una imagen valga más que mil palabras.
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