viernes, 4 de abril de 2025

La ocurrente Chueca se acuerda de Galdós

 

 

Leo que Zaragoza contará con una estatua dedicada a Galdós y a la sexta novela realista de la primera serie de sus “Episodios Nacionales”, publicada en 1873. Pero lo cierto fue que la falta de alimentos, la superioridad bélica de los franceses y la epidemia de fiebre amarilla que diezmó a la población fue la causa de que Zaragoza capitularse a las siete de la tarde del 20 de febrero de 1809, estampando su firma  Pedro María Ric, marido de la condesa de Bureta y presidente de la Junta Suprema de Aragón, en el acta de capitulación en Casablanca. En un texto firmado por el mariscal Jean Lannes y Pedro María Ric, respectivamente, se dejaba claro en once capítulos y entre otras cosas que la guarnición de Zaragoza saldría al día siguiente (21, a mediodía) de la ciudad con sus armas por la puerta del Portillo y las dejaría a 100 pasos de dicha puerta; que oficiales y tropa deberían hacer juramento de fidelidad a Napoleón; que aquellos que no desearan hacer ese juramento irían presos a Francia; que todos los habitantes y los extranjeros deberían ser desarmados por sus alcaldes y las armas depositadas en el Portillo; que las personas y sus propiedades (también la religión y sus ministros) serían respetadas; que las tropas francesas ocuparían al día siguiente todas las puertas de la ciudad, el castillo y el Coso; que toda la artillería y sus municiones, así como la tesorería y las cajas de regimiento, pasarían a ser puestas al servicio del Emperador; y, por último, que todas las administraciones civiles y empleados deberán hacer juramento de fidelidad a Napoleón, y que la justicia se hará en nombre del emperador francés. El día 21, en consecuencia, salieron por la puerta del Portillo cerca de 12.000 individuos espantosamente demacrados, entregando sus armas y quedando prisioneros en un triste espectáculo, en palabras del oficial francés Lejeune. Unos morirían por enfermedad, otros pasarían años trabajando en un depósito de prisioneros de Nancy, un número indeterminado escaparía y continuaría la guerra.  Palafox fue llevado preso al castillo de Vincennes. Lejeune describe el humo, las cenizas y los escombros revueltos con restos humanos medio secos o carbonizados. En Zaragoza había más de 6.000 cadáveres insepultos y los supervivientes parecían fantasmas. Entre los defensores murieron más 52.000 personas: 10.000 en combate y el resto por tifus. En el ejército napoleónico se reconocieron 4.500 bajas entre muertos y heridos. Muchos de ellos, tanto españoles como franceses, fueron enterrados en la arboleda de Mazanaz, en la orilla izquierda del Ebro. Algunos héroes (Agustina Zaragoza, Sangenís, Casta Álvarez, Jorge Ibor, Boggiero, Sas, Manuela Sancho, etcétera) disponen de calles dedicadas en Zaragoza. También el principal paseo. Una entrada a la ciudad, la Puerta del Carmen, es testigo de aquel infausto periodo histórico. También, una cruz en el Puente de Piedra recuerda la vil muerte de dos curas trabucaires y caer herido el barón de Warsage. De la misma manera, hacia 1848, Cristóbal Oudrid compuso “El sitio de Zaragoza” para una obra teatral en tres actos y escrita en verso de Juan Lombía, que terminaba con una rondalla interpretando la “Jota aragonesa”. Pero, a mi entender, que la alcaldesa Chueca pretenda hacer ahora, pasados 217 años, una estatua para resaltar una frase de Galdós de unos hechos teatralizados en  su obra literaria, me parece que está fuera de lugar. Zaragoza se rindió y punto. Chueca, por lo que se desprende, no ha leído las “Abdicaciones de Bayona” de mayo de 1808 con la renuncia de Carlos IV y del príncipe heredero Fernando en  favor de Bonaparte. La actual alcaldesa de Zaragoza debería abandonar la práctica de sus chocantes ocurrencias. No descarto que el día menos pensado nos levante un monumento como homenaje al ratoncito Pérez,  a Roenueces, o al cura Merino (a Jerónimo Merino Cob, quiero decir) que fue cura trabucaire contra los franceses en la batalla de Roa. Porque debo aclarar que hubo otro cura con el mismo apellido también trabucaire, Martín Merino y Gómez, activista liberal que llevó a cabo un atentado fallido contra Isabel II en 1852 y que fue  conducido al patíbulo con una hopa y birrete amarillos con manchas encarnadas, No vaya a ser que Chueca, conocida su desbordada imaginación, se confunda, le hagan sus neuronas cerebrales el "nudo de Lambán" a la remanguillé,  y la liemos.

 

martes, 1 de abril de 2025

Entre el miedo y la fe

 

Leo en El Correo de Zamora la siguiente noticia: “El vino de Toro, presente en el descubrimiento de América”, o sea, en el primer viaje de Colón. Lo cierto es que por el libro “Rumbo a las Indias”, de Gonzalo Zaragoza, se conocen las provisiones para un largo viaje que se cargaron en las dos carabelas y una nao para un periodo de quince meses y agua para seis, y que la ración diaria solía constar de dos libras de bizcocho o galleta, una libra de tasajo o carne salada, un cuarto de libra de arroz o legumbres secas, y el equivalente a un litro de agua, tres cuartos de litro de vino, 50 gramos de vinagre y un cuarto de litro de aceite. Las medidas en el siglo XVI no se parecían en nada a las actuales. Los nombres variaban y una misma medida (la vara, la libra) podía tener distinto valor según las regiones. Así, una arroba podía pesar 25 libras (aproximadamente 11 kilogramos y medio), una pipa solía equivaler a 484 litros, etcétera. Cada marinero recibía su ración de comida en una escudilla de barro o en un plato de madera. La pitanza solía remojarse en vino, que se conservaba mejor que en el agua. Era normal recibir una sola comida caliente al día, a media mañana, preparada por los grumetes de cocina. Solo los oficiales utilizaban mesa, el resto se acomodaba como podía. Las frutas y verduras se agotaron en los primeros días de navegación. En ocasiones, la pesca constituía un complemento para su dieta. Ello fue causa de que hubiese muchos casos de escorbuto por carencia en las dietas de vitamina C. Pero no se sabe a ciencia cierta de dónde procedían los vinos que se suministraban a bordo. Podían ser de Castilla, de León, o de cualquier otro sitio. Tampoco se conoce qué variedades de uvas se utilizaron en los lagares de la Meseta aquel siglo, al existir, entonces como ahora, las variedades de tempranillo (que allí se conoce como ‘tinta de Toro’), garnacha, verdejo, malvasía y albillo. Hay mucha leyenda sobre el tema. Ahora solo faltaría que los bilbilitanos dijeran que el cáñamo de las amarras de las tres carabelas procedía de Calatayud y su comarca, por aquello del trueque entre el cáñamo de esa zona aragonesa y el congrio seco de Mugía (La Coruña) que transportaban en carros. Todo son supuestos infundados, como la existencia del ‘Mar de la Oscuridad’, habitado por terribles monstruos. El miedo a lo desconocido y la fe en lo extraordinario marcharon a la par. Y el afán de lucro fue el motor de la aventura colonizadora. En el caso de Colón la busca de especias, que en la Península se pagaban a precio de oro compensaban los dos millones de maravedíes invertidos en gran parte por Luis de Santángel, judío converso y escribano de ración, y los 360.000 que fueron aportados por los vecinos de Palos de la Frontera como multa impuesta por saquear barcos portugueses en tiempos de paz. Portugal había renunciado con anterioridad a esa aventura.

 

El sexo de la primavera, dos mamotretos y un cipote real

 

Recuerdo que un maestro de escuela pedante decía a los niños: “También son nombres femeninos los de las estaciones del año, por ejemplo, la primavera. Se exceptúan el verano, el otoño y el invierno”. No entiendo que chavales de mi generación no hayamos terminados tontos. Nos hicieron saber los nombres de los reyes godos, y menos mal que a aquellos educadores no les dio por recomendarnos la lectura de los mayores libros del mundo, dos mamotretos del aspecto de un armario de tres cuerpos que contienen los nombres y las biografías de todos los dominicos de Viena muertos desde 1424 hasta la fecha. Se encuentran en el convento de la Orden de santo Domingo de Viena, adosados a una pared como si de muebles se tratase. Sus páginas de madera revestidas de pergamino se mueven sobre bisagras de las puertas. O ya puestos, una edición facsímil de 346 páginas y 1420 kilos de peso, cuyo original creado por Bèla Varga se encuentra depositado en el pequeño pueblo de Szinpetri (Hungría), elaborado con técnicas tradicionales de encuadernación. El libro trata sobre la flora y la fauna, las cuevas y la arquitectura de la región. Su autor explicaba que "es único no sólo por el tamaño sino por las técnicas: fue hecho como los códices antiguos, con tablas de madera de Suecia y con el cuero de 13 vacas de Argentina”. Se utilizaron tornillos especiales para hacer posible el torneado. Para pasar una página se necesitan 6 personas y una máquina. En cierta ocasión, Bèla Varga recibió del primer ministro de Bután una cola de yak, que en las pagodas de su país, ubicado en la cordillera del Himalaya, el pelo de cola de yak se utiliza para limpiar los libros budistas de polvo y atrapar su electricidad estática. El “Guinness” de los récords tiene premios absurdos. Verbigracia, que Ken Edward se comió 36 cucarachas en un minuto durante la transmisión de un programa de la televisión; ponerse el máximo de calzoncillos en un minuto;  preparar la mochila escolar en el menor tiempo; etcétera. Ignoro si los dueños de esos libros, los dos de Viena y el de Szinpetri, figurarán entre esos récords, de la misma manera que desconozco el verdadero tamaño del miembro viril de Fernando VII, y que Prosper Mérimée  lo definió como  “extremadamente fino en su base como una barra de lacre y grueso como un puño en su extremidad”. Su primera esposa, María Antonia de Nápoles, se casó con él a los 15 años, cuando el rey contaba con 35 y la historia señala que tuvo que intervenir el papa para convencerla de que debía mantener relaciones con su esposo, porque la primera vez que le vio desnudo casi se muere del susto. Falleció sin tener descendencia, como sus siguientes mujeres: Isabel de Braganza y María Josefa Amalia de Sajonia. Finamente, María Cristina de Borbón- Dos Sicilias, su última esposa, le dio dos hijas: Isabel y Luisa Fernanda. Pero al enviudar la reina, en 1833, volvió a casarse (en secreto) con el guardia de corps Fernando Muñoz, que recibió el título de duque de Riánsares, y con el que tuvo ocho hijos.