Se dice por ahí que las pistolas “Ramón” destinadas a la Guardia Civil y compradas a Israel fallan como escopetas de feria, que tienen el cargador de plástico, que si éste, el cargador, se cae al suelo se rompe, etcétera. Me ha venido a la memoria el corrido mexicano de Rosita, donde se cuenta que, el día que la mataron, Rosita estaba de suerte. De seis tiros que le dieron, solo uno era de muerte. No sé. Aquí lo que hace falta son menos pistolas y más bibliotecas, menos fastos y más eficacia. Las pistolas no deben ser instrumentos para matar sino para controlar. Desenfundar un arma debería ser la última instancia, cuando ya se hubiesen agotado todos los recursos de persuasión contra los malos, que antes de ser malos eran buenos y se volvieron malos degenerando, como cuentan de aquel gobernador civil de Huelva, Joaquín Miranda González, que fue presidente en una corrida de toros y que después de haber sido rehiletero de la cuadrilla de Belmonte llegó ocupar el palco de honor y sacar los pañuelos de diversos colores para que procediesen los alguacilillos a acatar su órdenes. Belmonte fue un torero que se refugiaba en la lectura y en ella se refugió cuando decidió en cierta ocasión no torear en Madrid, ya vestido de luces, para poder seguir leyendo “El Sr. Bergeret”, de Anatole France. Aquel Joaquín Miranda, trianero y malo de solemnidad, llegó a ser consejero nacional de Falange, procurador en Cortes y a presidir la Patronal sevillana de la Construcción. Murió arruinado en 1961. Hubo otro, ese sí era torero, que llego a ser gobernador civil: Luís Mazzantini, natural de Elgóibar e hijo de un ingeniero italiano y de una mujer vasca. Se enroló en el séquito de Amadeo de Saboya en calidad de secretario suyo y, tras la abdicación de aquel breve rey, tuvo que ganarse la vida como pudo, y entre los efímeros oficios que ejerció figura el de ferroviario en la estación toledana de Santa Olaya. Lagartijo le dio la alternativa en Madrid, en 1884. Llegó a matar más de 3.000 toros y a cobrar 6.000 pesetas por corrida. A partir de 1905, ya retirado de los ruedos, se dedicó a la política. Le disputó a Francisco Largo Caballero una concejalía en el Ayuntamiento de Madrid, ganándole las elecciones. Más tarde fue comisario de Policía, diputado provincial y gobernador civil de Guadalajara y Ávila entre los años 1919 y 1920. Murió en Madrid en 1926. Belmonte, que siempre potaba una pistolilla, se suicidó de un disparo en Sevilla en la atardecida del 8 de abril de 1962, a punto de cumplir 70 años. Dicen que le había impresionado mucho ver a su gran amigo Julio Camba en el hospital lleno de tubos. Él no quería morir así. La mañana del día de su suicidio visitó a amor otoñal, Enriqueta López Lora, en la avenida de la República Argentina, en el barrio de Los Remedios. Le dejó varios regalos: un portacalcetines de oro, un bolígrafo para el frac, un sobre con dinero, una pitillera de oro y varias fotografías dedicadas. Por eso entiendo que las pistolas habría que cargarlas con balas de fogueo para evitar males mayores. Así, si alguien llegase a morir sería de risa.
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