Las viejas heridas de nuestros pueblos aragoneses siguen abiertas. Cualquier viejo reloj de torre parroquial, estirada y fálica, parece que se hubiese detenido en un medio rural lleno de abandono, habitado por unos ancianos que se van del mundo con más pena que gloria y donde el ladrido de los perros resuena en sus sinuosas callejuelas como el disparo de un mosquetón entre montañas. Muchos vecinos huyeron a la ciudad con los ‘Planes de Estabilización’. Eran los primeros desertores del terruño que prefirieron cambiar la pana por el mono, el canto del gorrión por el sonido de la máquina de troquelar, la luna por el neón y la boina por el casco protector. Más tarde llegó el paro, la falta de recursos y el deseo de regresar al lugar de partida. Y ya era tarde para volver al terruño con las manos vacías y unas ojeras como las de la Lirio. Pero en el pueblo, los últimos que quedaban, seguían destripando terrones, esquilando ganado, visitando la cantina llena de moscas convertida en cuarto de estar común, para entre vasos de vino peleón y cafés poder quedarse absortos frente a una infamen televisión con tropecientos mil canales, en los que políticos de pacotilla, o tertulianos que pareciese que lo supieran todo, analizaban la situación española con desparpajo y seguridad, como si se hubiesen aprendido de memoria el “Libro gordo de Petete”. Hay muchos pueblos así en nuestra geografía donde desaparecieron las escuelas por falta de niños, donde los viejos que aún permanecen se asfixian de aburrimiento, y donde quedan algunas mujeres entradas en años que no tienen ganas de quitarse el luto y sienten una mala gana persistente en los huecos de sus costillas flotantes. Ya no van a las eras a aventar el trigo, ni a los lavaderos públicos a lavar ropa, ni a la fuente con cántaros para acarrear agua de boca… Se quedan en casa haciendo sus labores, miran a la calle por las rendijas de las persianas por si apareciese en la plaza la furgoneta del panadero proveedor, acuden a misa los domingos cuando llega un cura que lleva tres pueblos y se desplaza con un “velomotor’, y van a la parroquia entre semana a aprender a hacer manualidades. Y mientras barren su trozo de calle ‘cogen capazos’ con sus vecinas y comentan entre ellas lo mal que llevan sus dolencias imaginarias y la poca atención que les presta el médico, un señor casi septuagenario, que aparece un día a la semana en su utilitario, les mira la tensión arterial y las ausculta con un vetusto fonendoscopio alemán ‘Sanoquell’ donde solo se escucha sonido de caracolas.
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