Amantes

A mi entender, pese a lo que relató con su potencia dramática Eugenio Hartzenbush, los Amantes de Teruel no llegaron nunca a ser amantes de verdad. La leyenda, según Menéndez Pelayo, es de mediados del siglo XVI y se trata de una fiel copia del relato de "Girolano y Salvestra", de Bocaccio. Lo que existe de cierto en este asunto es que en 1555 se encontraron en la turolense capilla de san Pedro dos cadáveres momificados y con las manos entrelazadas. A partir de ahí, sin mejor cosa que ofrecer, se teje una historia en la que entra en escena una muchacha rica, Isabel de Segura, y un muchacho pobre, Juan Diego Martínez de Marcilla, que se marchó por el mundo en busca de fortuna. Pero por culpa de la Reina Mora de Valencia (y aquí se permite dejar volar la imaginación) regresó un día después de lo convenido, o sea, en la misma fecha en que ella se casaba con otro hombre. Juan Diego se ocultó bajo el lecho conyugal y a eso de la medianoche, cuando se durmió el marido, salió de debajo de la cama y pidió a su amada un último beso. Ella se lo negó, al tiempo que le recordaba que ya no podía ser suya. Él murió al punto, como indica el cronista, y al día siguiente, en los funerales, Isabel le dió al cadáver el beso que le había negado en vivo. Y de inmediato cayó fulminada sobre el féretro. Los enterraron juntos y colorín, colorado. Siglos después, Juan de Ávalos realizó un mausoleo en mármol blanco.
Durante el franquismo, los diversos alcaldes elegidos a dedo inventaron la llamada "Ruta de los Amantes", en un vano intento de sacar a Teruel del olvido. De paso, el viajero podía hacer parada y fonda en Mora de Rubielos, en cuyas variopintas casas de hospedaje nunca faltó un curado pernil ni las típicas morcillas de miel con pan rallado.
Contaba Antonio Caballero que, en cierta ocasión, el duque de Carona ofreció en esa ciudad un espléndido almuerzo a Felipe II. Curiosamente, Enrique Cock, notario apostólico y arquero real, dejó constancia de que "en aquel banquete había de todo, hasta agua".