Desde que Ignacio Fortún me regalase un dibujo, hace ya más de veinte años, no hago otra cosa que mirar una y otra vez a las personas que lo componen. Una familia toma el vermú en la barra de un bar de El Tubo. El hombre está apoyado con el codo sobre el mostrador, la mujer se lleva con una mano a la boca una sardina en salmuera, al tiempo que con la otra mano sujeta a modo de báculo un largo bastón de caramelos. La hija, sentada en un taburete con las piernas abiertas a las dos menos diez y con gafas de escafandrista, come un algodón de azúcar y sujeta una caja de pastas. Al otro lado de la barra, el camarero permanece impasible, con una frialdad semejante a la que tuvo "Magritas" en su bar "La Unión", de Calatayud.
Una estampa parecida a la que cualquier familia ofrece hoy en Zaragoza, tras pretender ver la Expo y habiendo salido de sus estancias cansina, después de colas interminables y de no haber podido ver nada.
Ha pasado tiempo entre el dibujo de Fortún y las estampas cotidianas. Sólo ha cambiado la moneda y la falta de entusiasmo. Zaragoza sigue siendo ciudad de paso y el huésped de una noche nunca deshace las maletas.
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