Que Gordon Brown se haya pronunciado sobre el peligro de portar navajas los ciudadanos del Reino Unido constituye un verdadero alivio a los anglosajones, todavía costernados por los abominables crímenes de Jack el Destripador. Pero, claro, es que los ingleses son tremendos cuando cae en sus manos un arma blanca.
El caso español se me antoja distinto. ¿Qué hubiera sido de nuestro país sin José María el Tempranillo, o sin Luis Candelas? Ambos lucían espléndidas navajas de Albacete con cachas nacaradas entre sus fajas. No, España no podría entenderse sin la navaja en el bolsillo del ciudadano, esa navaja que igual sirve para un roto que para un descosido y a la que le damos un sinfin de aplicaciones de utilidad pública. Me estoy refiriendo a la navajuela que el padre de familia sacaba en el compartimento del tren para practicar porciones a la tortilla de patata, tantas porciones como individuos formaban cada familia numerosa. Esa navaja con la que los campesinos cortaban rebanadas de hogaza en el descanso de mediodía. La navaja fúlera que cada hembra llevaba escondida en la liga. La navaja de abrir melones, o de sacar las tripas, como la utilizada por Lola Flores contra Manolo Caracol en el zaragozano Hotel Patria. La navaja de Leona, el sacamantecas. La navaja del cura Merino contra la reina Isabel...
La navaja forma parte del tipismo de España, y aquí no hay más Gordon castigador que ese trago mañanero de ginebra que los obreros se echan al coleto cada amanecer para intentar continuar en la brecha. ¡Sólo faltaría que a los españoles nos prohibieran llevar navaja! Oiga, que se empieza por prohibir el uso de la navaja de Albacete y se terminan cerrando esas tiendas de Toledo donde en cualquier rincón te intentan vender la espada del Cid. Una cosa es estar en Europa, y otra muy distinta ver la forma de acabar de un plumazo con el "typical Spain". Ya la hicieron buena con el euro, por más que nos dijera cómo redondear los céntimos Letizia Ortiz.
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