Bajo el epígrafe “Caracoles
a la montañesa, el plato de las Nochebuenas cántabras”, el diario digital El Español presenta hoy al lector lo que
a mi entender es la mejor manera conocida de guisar esos gasterópodos. Pero como suele suceder con otros
muchos productos culinarios, lo cierto es que “la salsa suele valer más que los
caracoles”, cuando a la cazuela se les añade jamón, chorizo, panceta adobada,
cebolla, ajo, pimiento choricero, tomate triturado, nueces, cayena, comino,
laurel, pimentón, cebolla, puerro,
zanahoria, sal vinagre y aceite puro de oliva. Personalmente detesto cuando los
cocineros hacen hincapié en el uso del “aceite de oliva virgen extra”. Parece
que se estuviesen refiriendo a algo relacionado con en el catecismo de Ripalda y
con la bula Ineffabilis Deus de
Pío IX. Todavía recuerdo cuando en las
latas de Albo, que para mí siguen
siendo las mejores conservas españolas, ponía entre los ingredientes “aceite
puro de oliva”. Con eso estaba dicho todo. Lo cierto es que el plato de caracoles
está lleno de controversias: a unos comensales les satisface, a otros les
repugna. Pasa algo parecido con las ancas de rana, con los fardeles, con las
morcillas, o con los callos y demás casquería. Por otro lado, el caracol
terrestre es un bioindicador del suelo, tiene la particularidad de
acumular en su organismo aquellos metales pesados (plomo y mercurio) que están
en el terreno. Pero, como dice el viejo refrán: “una vez al año no hace
daño”, salvo que se trate de recibir un sopapo, o de que la Declaración de Renta
nos salga positiva. Bueno, eso último más que un dolor es una tragedia.
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