Se me antoja excesivo desear cortarle la papada al ministro
del Interior, Juan Ignacio Zoido Álvarez,
con un cúter, “después de atarlo tumbado sobre una tabla de neurocirujano y
estacarle la cabeza con tornillos y cordeles para que no se mueva ni un
milímetro”, como ha descrito Jair
Domínguez en el semanario Esguard.
Por otro lado, me parece una cutrería utilizar un cúter existiendo el bisturí.
En la cirugía estética suele utilizarse una determinada técnica para disimular
las bandas de platisma que aparecen a cierta edad, pero la papada es otra cosa.
Domínguez explica
que la cocinará y la servirá en un plato de porcelana blanca. “Disfrutaré
–escribe- de aquel manjar como si fuera un guerrero korowai absorbiendo la fuerza del enemigo”. Recuerdo cuando en el
TBO aparecían viñetas de unos africanos de color dando vueltas alrededor de una
tinaja en la que había metido a un explorador para que se cociese lentamente,
al estilo de cómo ejecutaba sus guisos un franciscano de La Almunia de Doña Godina de
nación y que pasó su vida en el convento de San Diego de Alcalá, de Zaragoza. Fray Raimundo Muñoz utilizó el
seudónimo de Juan Altamiras para
escribir su “Nuevo arte de cocina”.
Supongo que Jair Domínguez necesita la
ayuda de un siquiatra. No debe tolerarse, ni en broma, que un ciudadano
sobrepase los límites de su libertad de expresión, en este caso con su “Vull menjar-me la papada d’en Zoido”.
Se puede ser nacionalista, se puede estar en contra de la aplicación del
artículo 155 de la
Constitución en Cataluña y hasta se puede “aconsejar” una
liposucción que mejore el aspecto físico de alguien que ejerce una función
pública. Pero lo que no se debe tolerar en un Estado de Derecho es que
cualquier sansirolé metido a escritor a la violeta use su libertad de expresión
para reírse del prójimo, sea ministro, mecánico o barrendero. Cosa distinta es
que se pueda criticar la forma de llevar a cabo el ejercicio de su ministerio.
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